La homilía de inicio del pontificado de León XIV ha resonado como un susurro claro en medio del barullo. Donde antes abundaban las consignas difusas y las apelaciones sentimentales, ahora se escucha una voz pausada, seria, cargada de sentido teológico y apostólico. No ha hecho falta que el nuevo Papa haga alusión directa a su predecesor para que se entienda, línea por línea, que estamos ante un cambio de rumbo. Si algo transmite este discurso es el anhelo —y la decisión— de recomponer una Iglesia demasiado acostumbrada a convivir con la disonancia.
León XIV ha puesto el acento en lo esencial: la unidad como fruto del amor de Dios. Pero no una unidad entendida como consenso sentimental o política de gestos, sino como comunión real, enraizada en la caridad de Cristo, que exige verdad, sacrificio y fidelidad. No hay herejía ni ambigüedad que pueda esconderse detrás de esa afirmación nítida: el ministerio de Pedro consiste en “amar aún más” y “apacentar sin ceder nunca a la tentación de ser un líder solitario”, sino como pastor que camina junto a su rebaño. Frente al modelo del pontífice-celebridad o del gestor eclesial que opta por la equidistancia para no molestar a nadie, León XIV se presenta como servidor de la fe de sus hermanos. Sin adornos ni escapismos.
A lo largo del texto, se nota una pedagogía evangélica sin sentimentalismo. El nuevo Papa cita a san Agustín, san Pedro, y el Evangelio con propiedad, sin manipularlos para respaldar agendas sociopolíticas. El suyo no es el lenguaje de las ambigüedades sinodales, donde se dice todo y su contrario con sonrisa inclusiva. Habla del amor como misión y del servicio como forma de autoridad. Y lo hace sin apelar a discursos ideológicos, sin rebajar el mensaje del Evangelio para hacerlo digerible al mundo.
También es destacable su referencia al diálogo con otras confesiones cristianas, con creyentes de otras religiones y con todos los que buscan sinceramente a Dios. Lejos de cualquier relativismo, su propuesta parte de una convicción firme: la unidad no exige renunciar a la verdad, sino invitar a todos a descubrirla. La Iglesia no se diluye en un pluralismo vacío, sino que abre los brazos para que cada alma encuentre su lugar en la única familia de Dios. Esta amplitud de miras, lejos de ser concesión al mundo, es fidelidad al mandato misionero: anunciar a Cristo con claridad y caridad, sin arrogancia ni cobardía.
La homilía de León XIV no busca aplausos. No hay aquí eslóganes de ocasión, ni guiños ideológicos, ni rebajas doctrinales. Lo que encontramos es un acto fundacional: el deseo de reconstruir la comunión eclesial desde la roca de Pedro, recordando que la autoridad de la Iglesia se ejerce por la caridad, no por la estrategia; por la verdad, no por la diplomacia.
Quizá por eso, el mensaje más fuerte de esta homilía es también el más simple: “miren a Cristo”. No a las estructuras, no a los procesos, no a los documentos infinitos, sino a Cristo. Es allí donde se juega el alma de la Iglesia. Es allí donde se encuentra el amor que salva, que une, que consagra.
Con León XIV comienza una etapa que no necesita rupturas espectaculares, sino una continuidad con lo eterno: con la fe de los apóstoles, con la doctrina perenne, con el Dios que no cambia. Lo demás, lo que no sea Cristo, se irá desmoronando solo. Como siempre ha sido.
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