Hay personas que llegan a la Iglesia como una brisa suave y otras como un vendaval de gracia. El Cardenal S. John Henry Newman fue ambas cosas: un hombre profundamente sereno y, al mismo tiempo, un auténtico revolucionario. Su visión del papel de los laicos no solo fue adelantada a su tiempo: sigue siendo hoy una llamada urgente para nosotros.
Cuando la Iglesia lo proclamó Doctor Universal, no fue un gesto simbólico. Fue un mensaje claro de Dios: Hay que escuchar a este hombre. Aprender de su audacia y de su fe. A mí, personalmente, me encanta su figura. He de reconocer que me ha fascinado siempre la figura de este santo recién nombrado doctor de la Iglesia.
Newman no veía a los laicos como simples espectadores, sino como parte viva y esencial de la Iglesia. En una época en la que se tendía a reducir su papel a un silencio obediente, Newman levantó la voz y dijo algo que sigue sonando como un desafío: “Quiero un laicado… que conozca su religión, que la sepa defender, que sea capaz de transmitirla.” La frase está traducida del original pero viene a decir que los laicos tienen voz y a veces esa voz habla con fuerza y razón de doctrina, si se está bien formado. Tanta fuerza que muchas veces los laicos han mantenido la fe encendida cuando no había pastores capaces. Él sabía que el Espíritu Santo no habla solo a través de los obispos y los sacerdotes. Habla también en la fe sencilla de las familias, en la oración de una abuela, en el compromiso callado de un joven que defiende sus valores en la universidad, en el profesional que no negocia su fe en su trabajo. Newman supo reconocer esa fuerza silenciosa del laicado, y pidió a la Iglesia escucharla. Además destacó la importancia de la conciencia individual como una guía moral hasta el punto de que si hay contradicciones, se puede llegar a desobedecer incluso a la autoridad eclesiástica si se actúa con honestidad y buscando la verdad.
Y aquí es donde su voz nos golpea el corazón. Porque ¿no vivimos hoy una Iglesia que necesita la fuerza de sus laicos más que nunca?
Necesitamos hombres y mujeres que no solo “vayan a misa”, sino que vivan su fe en medio del mundo, que sean sal y luz en una sociedad que muchas veces parece caminar sin rumbo. Necesitamos laicos formados, valientes, capaces de dialogar sin miedo, de dar razón de su esperanza y de amar a la Iglesia no como espectadores, sino como protagonistas. Newman fue un profeta de esta misión. Su proclamación como Doctor de la Iglesia Universal no es solo un título honorífico. Es un regalo. Dios nos pone delante a Newman para recordarnos que el Evangelio no se vive desde la comodidad, sino desde una fe que se piensa, se reza y se lleva al mundo. Debemos dar gracias. Gracias por este hombre que, sin grandes estridencias, nos enseñó que los laicos no son “un plan B” en la Iglesia, sino el corazón mismo de su misión en el mundo. Hoy, más que nunca, la Iglesia necesita laicos encendidos, comprometidos y valientes. Y eso empieza por cada uno de nosotros. Que no se quede como una cita bonita en un libro. Que no podemos quedarnos de brazos cruzados.
Hagamos de la Iglesia un pueblo vivo, donde cada laico sepa que no está en la grada, sino en el campo de juego.
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