El arzobispo de Tarragona, Joan Planellas, ha vuelto a hablar. Y lo ha hecho, cómo no, en El País, el púlpito progresista desde el que ciertos prelados se sienten más cómodos predicando que desde un ambón consagrado. El resultado es una entrevista que habría hecho sonrojar a cualquier padre de la Iglesia, pero que hará aplaudir con las orejas a burócratas de la ONU, feministas sin fe y ministros de Interior preocupados por la “inclusividad litúrgica”.
Lo más fascinante del discurso de Planellas es su capacidad para convertir el cristianismo en una ONG de acogida con tintes budistas. Según él, ser cristiano consiste en “hacer felices a los otros”. Sí, así como suena. Nada de redención, ni pecado, ni Cruz, ni Resurrección. Para el arzobispo, Jesucristo vino al mundo no para salvarnos del infierno, sino para que los migrantes puedan celebrar el Ramadán en paz en Jumilla. Evangelio puro y duro, dice. Claro, tan puro que ya no tiene dogma, y tan duro que no molesta a nadie.
Planellas pontifica con aire de profeta de ONG que “un xenófobo no puede ser cristiano”. No define qué entiende por xenofobia, pero a juzgar por el contexto, basta con que tengas reservas sobre el islam político, sobre la inmigración masiva descontrolada, o sobre mezquitas financiadas por potencias extranjeras para que te caiga el anatema. Nada que ver con el juicio prudencial, el sentido común o la legítima defensa de la identidad cristiana: si no aplaudes la multiculturalidad sin frenos, eres un hereje moderno. Y si te votan, peor.
Mientras tanto, sobre el aborto, la eutanasia, la ideología de género o la sodomía institucionalizada: silencio. Son temas “ideologizados”, dice. ¿Y la migración no? No, claro que no. Eso es Evangelio. O mejor dicho: eso es Evangelio según Rousseau.
Porque sí, el momento teológicamente más intenso de la entrevista llega cuando el arzobispo decide citar como autoridad moral a Jean-Jacques Rousseau, uno de los padres intelectuales del totalitarismo moderno y enemigo declarado de la Iglesia. ¿San Agustín? ¿Santo Tomás? No, gracias. Lo que ilumina a Planellas es el ilustrado suizo que prefería “la voluntad general” al Decálogo. Cero sorpresa: el nuevo catolicismo de los obispos postmodernos se nutre más del Contrato Social que del Magisterio de siempre.
Como buen clérigo catalán progresista, Planellas no puede evitar lanzarle su piedra ritual al “nacionalcatolicismo acentuado”. Es curioso: para esta gente, el pecado original de la Iglesia en España fue haber tenido una relación más o menos cercana con el poder civil durante el franquismo. Pero cuando el clero catalán convierte los púlpitos en plataformas independentistas, cuando las misas se politizan al servicio del procés, y cuando la Virgen de Montserrat es utilizada como icono de la ruptura nacional… entonces es “identidad cultural”, “pastoral territorial”, o directamente, “sinodalidad”.
La obsesión por purgar cualquier rastro del pasado español católico va de la mano con la fascinación por lo exótico: el islam, el diálogo interreligioso, los migrantes, los “ministerios femeninos”. Lo propio se desprecia; lo ajeno se canoniza.
Sobre la ordenación de mujeres, el arzobispo se pone diplomático: no dice sí, pero tampoco no. Dice que “hay que seguir profundizando”, que “hay diversas sensibilidades”, que “el Sínodo dejó la puerta abierta”. Claro. Una estrategia ya tan conocida como patética: no romper el dogma de golpe, sino irlo erosionando gota a gota hasta que lo viejo parezca cruel y lo nuevo inevitable. Juan Pablo II ya dijo con claridad que la Iglesia no tiene potestad para ordenar mujeres. Pero Planellas prefiere seguir “dialogando”, no sea que lo tachen de riguroso en alguna tertulia.
Lo verdaderamente alarmante no es que Planellas piense así. Es que hay decenas como él. Pastores que han dejado de anunciar a Cristo para convertirse en repetidores del discurso del mundo. Obispos que jamás levantarán la voz contra el pecado, pero que se indignarán en prime time si un político católico dice algo no aprobado por la nueva moral laicista. Clérigos que citan a Rousseau, pero jamás al Catecismo.
Y lo peor: no son mártires del siglo XXI, son funcionarios de lo políticamente correcto, contentos de haber domesticado la fe para convertirla en espiritualidad de salón. De tanto “rebajar la polarización”, han evaporado el cristianismo. De tanto “escuchar”, se han vuelto mudos ante el error.
Pero los fieles tienen ojos y memoria. Y cuando el humo se disipe, sabrán quién predicó a Cristo… y quién predicó a Rousseau.