Esta semana, el arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal Española, Luis Argüello, ha declarado —en tono sereno y pedagógico— que “no se expresa mayor respeto en la comunión por comulgar en la boca que por comulgar en la mano”. Según él, ambas formas, debidamente autorizadas y practicadas según las normas, son igualmente reverentes. También admite que la forma de comulgar en la boca es la normativa universal, pero afirma que, si la conferencia episcopal autoriza la comunión en la mano, ambas prácticas son válidas y dignas.
Hasta aquí, una intervención que podría parecer inofensiva. Pero no lo es.
Y ahora viene el problema: me cuesta horrores escribir este artículo. Porque Monseñor Argüello me parece un obispo extraordinariamente bien formado, con la cabeza más que bien amueblada, con una lucidez poco habitual en los altos cargos de la Iglesia española. Lo he dicho en otras ocasiones y lo repito: es el presidente de la CEE que necesitábamos. Un pastor con lecturas, con espíritu crítico, con capacidad teológica y con una honestidad que no suele florecer en las moquetas episcopales.
Precisamente por todo eso, me resulta tan desconcertante esta declaración. ¿De verdad, Excelencia, todo da lo mismo?
No me malinterprete: comulgar en la mano no es pecado, ni profanación, ni herejía. Es una concesión que la Iglesia ha hecho por motivos pastorales. Pero usted y yo sabemos que, en este tiempo de apostasía silenciosa, donde la gente ya no sabe ni qué es la transubstanciación ni que Jesucristo está real, verdadera y sustancialmente presente en la Eucaristía, no podemos conformarnos con “lo permitido”. Necesitamos volver a lo mejor. A lo más digno. A lo más reverente.
Y lo más reverente, lo más humilde, lo más teológicamente elocuente… es comulgar en la boca. ¿Por qué? Porque yo no soy digna de tocar el Cuerpo de Cristo con mis manos sucias de mundo. Porque me da pudor agarrar con mis dedos al mismo Dios encarnado. Porque lo amo tanto que no quiero ni correr el riesgo de que una sola partícula consagrada quede en mi palma o caiga al suelo. Porque sé que esa partícula es Cristo entero, y el Catecismo —el de antes, el de siempre— me enseñó a tenerle un respeto reverencial.
¿Eso me hace más santa? No. ¿Eso me hace mejor católica? Tampoco. Pero me hace, al menos, una hija agradecida, que quiere demostrar con gestos pequeños un amor inmenso.
Y ya que estamos hablando de gestos: ¿de pie o de rodillas? ¿Qué comunica más amor, más adoración, más humildad? ¿Acaso la postura corporal no dice nada? ¿De verdad da igual ponerse en pie, como quien recoge una hoja de Cáritas, que postrarse de rodillas, como los magos ante el Niño Dios?
Quizá sea hora de dejar de hacer concesiones litúrgicas para no ofender a los modernos, y empezar a preguntarnos si no estamos ofendiendo al mismo Jesucristo con tanta ligereza. Porque sí, Excelencia: todo está permitido. Pero no todo edifica. Y cuando se trata de recibir al Rey de Reyes, no se trata de lo mínimo aceptable, sino de lo máximo que podamos dar.
¿De pie o de rodillas? ¿En la boca o en la mano? No es una cuestión de gustos litúrgicos. Es una cuestión de amor. Y el amor, cuando es auténtico, siempre quiere hacer más, no menos.
¿Querrá el Señor menos respeto que el que le daban nuestros abuelos analfabetos, que sabían arrodillarse y no se atrevían a tocarle con los dedos? ¿O será que en la era del “todo vale” hemos olvidado que lo sagrado no se trivializa?
Ahí lo dejo, para quien tenga oídos —y corazón— para entender.
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