Íñigo Domínguez ha vuelto a escribir desde Roma en su elpais.com, y como era de esperar, lo ha hecho sin moverse ni un centímetro de su zona de confort: el Opus Dei como malo de la película, los obispos conservadores como cruzados despistados, y el Vaticano como telón de fondo para intrigas que él ni ve ni entiende, pero igual relata. Esta vez le ha tocado reciclar hoy el conflicto por Torreciudad, el santuario aragonés construido por la Obra, cuya gestión lleva años en disputa con la diócesis de Barbastro-Monzón. ¿La novedad? Ninguna. Pero había que justificar el artículo.
Porque seamos claros: Íñigo no está en Roma por mérito profesional, sino porque El País no supo cómo quitárselo de en medio después del bochorno monumental que protagonizó en el tristemente célebre “caso Bollycao”. Entonces, como responsable de información religiosa en Madrid, se tragó —y publicó— una denuncia falsa de abusos sexuales sin contrastar ni verificar. Un error de bulto que le costó todo el crédito como periodista mínimamente serio en temas eclesiales. ¿La solución? En vez de cesarlo, le regalaron un "retiro dorado" como corresponsal en el Vaticano. Lo mandaron a Roma, lejos del foco, con una columna de cartón-piedra y una libreta vacía, como se hace con los diplomáticos problemáticos. Que no moleste, que no estorbe, y que no haga más daño. Pero al parecer, sigue escribiendo.
El artículo, publicado con aires de exclusiva de sacristía, relata con tono épico lo que ya sabíamos todos desde hace años: que Francisco intervino el santuario en 2024, que nombró al comisario Alejandro Arellano, que el obispo Pérez Pueyo quería que el Vaticano auditara las cuentas, que el Opus Dei reformuló sus estatutos tras perder su condición de prelatura personal, que León XIV aún no se ha pronunciado del todo. Nada nuevo. Todo eso está en hemerotecas, comunicados oficiales y hasta en el boletín de la diócesis.
Pero Íñigo necesita montar su relato de siempre: el Opus Dei como organización “ultraconservadora”, el obispo como un mártir incomprendido, el nuevo Papa como una esfinge distante y el Vaticano como si fuera la KGB eclesial. Todo aderezado con vagas “fuentes vaticanas” que, a estas alturas, deben ser camareros de la Piazza Navona o funcionarios aburridos del Archivo Secreto. Ni una cita directa. Ni una declaración oficial. Ni un documento. Solo humo.
Y cuando el obispo propone —oh escándalo— que la Santa Sede controle las cuentas del santuario, Domínguez lo presenta como “una letra pequeña envenenada”. Vamos, que si pides auditoría vaticana eres maquiavélico, pero si dejas que lo gestione el obispo, entonces eres “pesetero”. Que alguien le pase el Código de Derecho Canónico, por caridad.
Como guinda, se vuelve al eterno fetiche: las reliquias del fundador. La talla de la Virgen de los Ángeles y la pila bautismal de san Josemaría. Domínguez las describe como si fueran piezas del Louvre, y no objetos de profunda devoción popular. Según su versión, el Opus Dei las arrancó con nocturnidad y se llevó los añicos de la pila bautismal del fundador a Roma como trofeo imperial. Faltó solo escribir que viajaron escondidas en un carro de combate.
Pero lo mejor (o lo peor, según se mire) es cómo El País deja intacto su estilo: muchas insinuaciones, cero información nueva, y un tufillo ideológico anticlerical que ya no disimula nadie. La credibilidad se perdió con el caso Bollycao; el periodismo, hace mucho más. Hoy, el diario solo ofrece columnas vacías disfrazadas de reportaje, con el Opus Dei como chivo expiatorio predilecto. La verdad, como siempre, es lo de menos.