Nos han vendido Halloween como una fiesta inocente, divertida, llena de disfraces, caramelos y calabazas sonrientes. Pero detrás de ese envoltorio de azúcar se esconde algo más: una enorme maquinaria cultural y comercial que, entre risas y sustos, nos aleja de nuestras raíces, de nuestra fe y de nuestra propia identidad.
No hay nada malo en disfrazarse ni en que los niños se diviertan —al contrario, la alegría también es parte de la vida cristiana—. Pero no confundamos diversión con rendición. Halloween no es una tradición española, ni mucho menos cristiana. Mientras en nuestro calendario celebramos el Día de Todos los Santos y el Día de los Difuntos, recordando con esperanza y oración a quienes ya descansan en Dios, el Halloween importado de la cultura anglosajona convierte la muerte en un espectáculo y el mal en un juego.
Lo peligroso no es el disfraz, sino la puerta que abrimos. Entre bromas de ouijas, demonios y “energías”, se banaliza lo sobrenatural y se coquetea con lo oscuro. Y esa banalización, aunque se vista de humor, no deja de ser una forma de ceguera espiritual. La muerte no es un juego: es el umbral hacia la Vida eterna.
Y claro, detrás de todo esto hay quien se frota las manos: los que ven en cada fiesta una oportunidad de vender, de llenar escaparates y vaciar almas. Porque el Halloween moderno no celebra nada sagrado, solo el consumo. Nos quieren disfrazados, pero sobre todo disfrazados de nosotros mismos, sin raíces, sin fe, sin memoria.
Divirtámonos, sí. Pero sin perder el alma. Celebremos la luz, no las sombras. No hace falta importar fiestas huecas cuando tenemos una herencia viva, profunda y luminosa. Volvamos a Dios, volvamos a nuestras tradiciones, y dejemos de comprar mentiras envueltas en azúcar.
Porque, al final, no hay disfraz que tape la verdad: solo Cristo vence a la muerte.
Iglesia Noticias no se hace cargo de las opiniones de sus colaboradores, que no tienen por qué coincidir con su línea editorial.
