Por qué no es posible la secularización política

Por qué no es posible la secularización política

La reciente noticia del encarcelamiento de unos cristianos protestantes chinos me ha llevado a pensar un poco acerca de la secularización y de uno de sus mitos más extendidos. En concreto, me refiero a la creencia en la viabilidad de la utopía correspondiente, es decir, en la posibilidad de una sociedad totalmente secularizada.

Y es que las utopías políticas no parecen ser posibles, como tantas veces ha demostrado la Historia, pues la libertad interior es tan propia de la naturaleza humana que hace estéril cualquier esfuerzo por construir un mundo sin contar con ella. Por esto, entre otras razones, nunca han funcionado y nunca funcionarán los mundos perfectos propuestos por todo tipo de dictaduras, sean éstas del signo que sean. Los ejemplos son numerosos: la Unión Soviética, la Alemania nazi, mi querida Cuba, Corea del Norte o quizá (o tal vez sin mucho quizá) la Europa que quieren en Bruselas.

Aunque la secularización posee muchas caras y contiene un número muy alto de correlaciones entre causas y efectos, creo que su parte sociopolítica ha quedado muy bien explicada por Karel Dobbelaere, un sociólogo belga autor del libro titulado Secularization: An Analysis at Three Levels. En concreto los tres niveles de ese título serían, primero, el llamado general o societal, que estaría conformado por las iniciativas secularizadoras nacidas del poder gubernamental y encaminadas a uniformar la sociedad bajo ese patrón. El segundo nivel lo constituiría la recepción de esas iniciativas por parte de instancias intermedias como las familias, los partidos políticos, los colegios o las empresas. Por su lado el tercer nivel se correspondería con las recepciones de las iniciativas gubernamentales y de las instancias intermedias en la conciencia individual.

Así, este esquema de funcionamiento social, que me parece realmente certero, generará un número tan alto de variables y situaciones que impiden cualquier estancamiento social y que, en consecuencia, hacen imposible cualquier utopía. Al respecto, conviene recordar que toda utopía es también una ucronía y, por ello y en cuanto el hombre siempre vive en el tiempo, un término incompatible con la Historia. Como ejemplo de esta constante e irremediable fluidez se me ocurre que una medida secularizadora de un gobierno determinado puede ser rechazada o cuestionada por un colegio, pero a su vez aceptada internamente por uno/a de los profesores de ese colegio. A su vez, la aceptación de tal medida por ese profesor puede ser cuestionada o rechazada por uno o varios miembros de su familia y ese último rechazo puede ser compartido por el grupo de amigos de ese miembro del último nivel. O, yendo aún más lejos, podría ocurrir también que un gobierno tome una decisión secularizadora pero que luego uno de sus ministros decida dimitir (públicamente) u objetar (interiormente) y no participar en esa medida. Es decir, este tipo de combinaciones podría multiplicarse sucesivamente hasta un número casi infinito de posibilidades, definido por la suma de tantas personas, tantas decisiones y tantos momentos como sean posibles en cualquier grupo social.

Obviamente, estas reflexiones son aplicables sobre todo a las sociedades democráticas, porque en sociedades coercitivas las disidencias son mucho más interiores que exteriores y   suelen acabar con esos disidentes multados, encarcelados o incluso desaparecidos. Pero, paradójicamente, esas multas, cárceles y desapariciones son a su vez la prueba de la imposibilidad de una total secularización y también la prueba de que esos dictadores no entienden que la libertad define la Historia de forma mucho más marcada y más noble que sus mezquinas ambiciones. Por eso, además, lo más lógico es pensar que la Historia acabará hablando a favor de los políticos que saben respetar y fomentar sin miedos la verdadera libertad de sus ciudadanos.

Dejo para otro día mis pensamientos acerca de otro de los mitos más simplones sobre la secularización como lo es el de la supuesta neutralidad del espacio público. Y es que sólo unas mentalidades más bien obtusas pueden pensar que esa neutralidad es viable, pues es obvio que lo más justo para cualquier ágora es que se nutra pacíficamente de las ideas de todos sus ciudadanos, ciudadanos que son (somos) de todo menos personajes asépticos o de pensamientos uniformes.

Ilustro estas ideas con una imagen del Gran Monumento Mansudae de los líderes norcoreanos Kim Il Sung y Kim Jong-Il. En ella dos mujeres caminan dando la espalda a las esculturas de los dictadores y podrían muy bien simbolizar esa conciencia individual donde realmente se dirime la Historia y que resulta un reducto infranqueable para los políticos autoritarios.

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