Una feligresa me escribe con una mezcla de perplejidad y escándalo. Ha descubierto en Instagram la cuenta de su párroco —Ángel Amigo, en el madrileño pueblo de Colmenarejo— y no sabe si ha topado con un influencer del fitness, un modelo de catálogo deportivo, o un misionero del Reino de Dios. Intrigada por la estética cuidada, las instantáneas en blanco y negro, las poses atléticas y los disfraces heroico-populares, se pregunta: ¿esto es evangelización o autoafirmación? ¿Pastoral o postureo?
La cuenta en cuestión —@p.angel_amigo— está abierta al público, y cualquiera puede comprobar que el contenido no tiene precisamente sabor a incienso ni olor a santidad.
Spoiler: lo que aparece en esa cuenta está muy lejos del alter Christus.
En un primer vistazo, podríamos decir que la cuenta del P. Ángel es, cuando menos, visualmente atractiva. Dominan las composiciones pulidas, el uso consciente del contraste y la luz, y una presencia constante del propio protagonista, con aire entre reflexivo y seductor. Hay surf. Hay carreras. Hay entrenamientos. Hay amigos. Hay... ¿Cristo? Bueno, eso ya es más difícil de encontrar.
Porque, si uno se toma el tiempo de analizar el conjunto —como corresponde a quien no quiere ser engañado por la superficie—, lo que brilla es la ausencia. Ausencia de lo sobrenatural. Ausencia de la Eucaristía. Ausencia de oración. Ausencia de lo específicamente sacerdotal. Bueno, algo hay, pero reducido a la mínima expresión. Lo que sobra, y en abundancia, es exposición personal. Una narrativa visual donde el yo es el centro, el espejo y la meta.
Algunos dirán que todo esto es “proximidad”, “lenguaje visual para el mundo joven”, “nueva evangelización”. Pero la cercanía, cuando no va acompañada de contenido trascendente, se convierte en simple banalidad. Cristo se encarnó, sí, pero no para tomarse selfies en Galilea.
El cuerpo sano es un bien, nadie lo niega. Pero cuando el cuerpo ocupa el primer plano y el alma desaparece del encuadre, algo huele a narcisismo. ¿Qué necesidad tiene un sacerdote de publicar decenas de fotos corriendo disfrazado de Spiderman, flexionando músculos, enseñando el torso o saltando al mar? ¿A qué realidad interior responde esa compulsión de mostrarse? ¿Evangeliza o se exhibe?
Hay algo de infantil en esta insistencia por el chiste, el disfraz, el gesto simpático. Como si el ministerio se redujera a una eterna pastoral de campamento. Pero lo más grave no es la inmadurez estética, sino la posibilidad de un desequilibrio afectivo más profundo: la necesidad de aprobación constante, medida en reacciones, comentarios y visualizaciones. ¿Quién forma a estos sacerdotes? ¿Quién les enseña que la visibilidad no es santidad, que la simpatía no es virtud, que el aplauso del mundo no es garantía de autenticidad?
La cruz, por cierto, apenas aparece. Ni colgada al cuello ni clavada en la vida.
Podríamos entender que un sacerdote joven, entusiasta y con talentos creativos use las redes. Podríamos incluso aceptar ciertas formas novedosas de mostrar la vida cristiana. Pero lo que no se puede aceptar —ni callar— es que desaparezca lo esencial: la mediación sacerdotal, la oración, la entrega oculta, el silencio adorante. Si uno juzgara al P. Ángel solo por su Instagram, jamás sospecharía que ha sido ordenado para consagrar el Cuerpo de Cristo, perdonar los pecados, y guiar almas a la eternidad.
Lo que vería es a un personaje vigoréxico, sonriente y escénico. Un animador. Un bro con alzacuellos.
Quizás exageramos, dicen algunos. Quizás solo es una estrategia pastoral. Pero si la única estrategia visible es la autopromoción, tenemos un problema. No por él solamente, sino por el daño que hace a la figura sacerdotal y a la fe de los sencillos. Un sacerdote no está para gustarse a sí mismo, sino para desaparecer en Cristo. Como Juan el Bautista, debe menguar. Como María, debe ser espejo que no retiene la luz, sino que la refleja.
Y una última cosa, por si alguien aún no lo ha pensado: si el P. Ángel no se mostrara tanto, probablemente nadie lo estaría comentando. Si su presencia pública no fuera tan insistente, los medios católicos tampoco tendríamos motivo para analizarla. Pero cuando uno decide exponerse voluntariamente al escaparate de las redes, también se expone al juicio. La fama tiene sus consecuencias. Y entre ellas está esta: que también nosotros podemos —y debemos— decir algo cuando lo que se muestra no edifica, no enseña y no santifica.
Cuando el sacerdote se convierte en personaje público por su propia voluntad, no puede luego quejarse si alguien le recuerda en voz alta para qué fue ordenado.