Cuando creíamos haberlo escuchado todo del difunto Papa Francisco —campeón del diálogo sin dogmas, maestro del “¿quién soy yo para juzgar?” y apóstol del consenso global sin contenido sobrenatural—, resurge una de sus frases más letales: “All religions are paths to God”. Todas las religiones llevan a Dios. Así, sin más. Como quien dice que todos los caminos llevan a Roma, pero olvidando que sólo uno pasa por la Cruz.
Aquello no fue un malentendido de prensa, ni un recorte descontextualizado de redes sociales. Fue una afirmación oficial, recogida palabra por palabra en el sitio del Vaticano. El 13 de septiembre de 2024, durante un encuentro interreligioso con jóvenes en Singapur, Francisco explicó que “cada religión es una forma distinta de acercarse a lo divino” y que “todas son caminos válidos hacia Dios”.
¿Perdón? ¿Qué parte del Evangelio se leyó al revés? ¿Desde cuándo el Vicario de Cristo se dedica a disolver el escándalo de la unicidad de Cristo en un buffet de espiritualidades? Porque si todas las religiones conducen a Dios, ¿para qué encarnarse, predicar, sufrir, morir y resucitar? ¿Para qué mártires, para qué misioneros, para qué la Iglesia?
La excusa, como siempre, es “el diálogo”. Pero este diálogo no es caridad, sino cobardía. No parte del amor a la verdad, sino del miedo a ofender. No es anuncio, sino renuncia. Lo que Francisco planteó no es la búsqueda sincera de puntos de encuentro con otras religiones —algo legítimo y necesario si se hace con rectitud—, sino una claudicación doctrinal revestida de simpatía juvenil.
La frase “todas las religiones llevan a Dios” es el epitafio del mandato misionero. De haber creído eso los apóstoles, hoy seguiríamos adorando piedras o sacrificando niños a los ídolos. De hecho, esa frase sería perfectamente compatible con cualquier religión… excepto con la católica.
Y eso es lo grave: que un Papa pueda decir algo que no resistiría el filtro del catecismo de san Pío X, ni la autoridad de San Pablo, ni la inteligencia de santo Tomás. Pero sí recibiría aplausos de la ONU, el Foro de Davos y los gurús de la autoayuda espiritual.
Por eso ha resultado tan refrescante —y sí, lo diré, tan esperanzador— escuchar al Papa León XIV recordar lo que la Iglesia siempre enseñó: “Solo Jesús nos salva, ningún otro.” Nada de ambigüedades, sin frases a medio cocer ni caricias semánticas. Cristo o nada.
En su declaración del 1 de septiembre de 2025, León XIV afirmó sin titubeos que “fuera de Cristo no hay salvación, porque no hay otro nombre dado a los hombres por el que podamos salvarnos” (Iglesia Noticias). No lo dijo para humillar, sino para invitar. No fue una exclusión odiosa, sino una llamada amorosa. Pero firme. Con la claridad que se espera del sucesor de Pedro.
Este es el tipo de declaraciones que no sirven para quedar bien en conferencias interreligiosas, pero que convierten almas. El tipo de frases que no entusiasman a los burócratas eclesiales, pero que encienden a los santos. El tipo de doctrina que no hace titulares en los medios progresistas, pero que escribe nombres en el Libro de la Vida.
El catolicismo no es una ONG con espiritualidad opcional. No es una red de apoyo comunitario con incienso. Es el Cuerpo de Cristo, prolongado en el tiempo y el espacio. Y Cristo no vino a decirnos que todo vale, sino que todo se resume en Él.
Francisco quiso ser el Papa del diálogo. Pero acabó siendo el Papa de la confusión. León XIV quiere ser el Papa de Cristo. Y si eso le cuesta la simpatía de los tibios, bendito sea. Porque la Iglesia no fue fundada para ser simpática, sino para ser santa. Y a veces, para ser santa, hay que ser molesta.
No se trata de nostalgia por un catolicismo intransigente, sino de fidelidad al único que dijo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Sin artículos definidos, no hay salvación definida. Sin claridad en la doctrina, no hay caridad verdadera.
Bienvenido sea un Papa que no teme ser odiado por el mundo si con ello es fiel a Dios. Y que no confunde a las ovejas con retóricas de arcoíris teológico, sino que las guía con el cayado de la verdad.
Se acabó el catolicismo de los “quizá”. Es hora de volver al catolicismo del “sí, sí; no, no”. Cristo salva. Punto.