Andorra: aborto con sotana

Andorra: aborto con sotana

Abortos, copríncipes y sotanas diplomáticas: la traición de Andorra que el Vaticano bendice en silencio.


En Andorra, ese pequeño y aparentemente anodino principado encajado entre Francia y España, se prepara una bomba moral con efectos globales. El Govern andorrano avanza con paso firme hacia la despenalización del aborto, lo que implicaría que mujeres andorranas puedan abortar en el extranjero sin ser perseguidas legalmente, e incluso con el respaldo financiero de la seguridad social del país (la CASS). No se contempla realizar abortos dentro del sistema sanitario nacional, pero sí pagarlos y facilitarlos en clínicas de España o Francia. Todo ello dentro de una maniobra cuidadosamente negociada entre el gobierno andorrano y… el Vaticano.

El problema es que Andorra no es un Estado como los demás. Por peculiar tradición constitucional, tiene dos jefes de Estado: el presidente de la República Francesa y el obispo de La Seu d’Urgell. Así es: un obispo católico es copríncipe y firmante oficial de las leyes del país. Y aunque en este caso el plan sea que sólo el presidente francés firme la ley para eximir al obispo de ese acto, el escándalo moral y eclesial ya está servido. Todo apunta a que se repetirá la fórmula empleada en leyes anteriores contrarias a la doctrina católica: se firma “en nombre de los copríncipes”, pero sólo uno de ellos —el laico— estampa su nombre. Así, el obispo queda impoluto… al menos ante el boletín oficial. ¿Y ante Dios? Bueno, eso parece importar poco en Roma últimamente.

No hay que ser moralista ni teólogo para entender el nivel de hipocresía que esta situación representa. Aquí no se trata de discutir la complejidad jurídica de un sistema bicéfalo, ni de valorar las presiones políticas de grupos feministas internacionales. Se trata de que un obispo católico, por omisión, silencio y tolerancia, se convertirá en cómplice de una ley que promueve y financia el asesinato de no nacidos. Que no nos vendan humo: no firmar la ley no lo convierte en inocente. Que otro lo haga “para evitar problemas con Roma” es una comedia moral de muy mal gusto. Porque si el obispo no puede firmar por fidelidad a la doctrina, entonces lo que tiene que hacer es dimitir, renunciar a su puesto como copríncipe y denunciar públicamente el atentado contra la vida. Todo lo demás es teatro.

Pero claro, eso sería incómodo. Eso implicaría perder el poder, las prebendas, las cenas de gala y los desfiles oficiales. Y no estamos ya en tiempos de mártires ni de santos. Estamos en la era de los obispos-funcionarios, que cuidan más su perfil institucional que su conciencia.

Lo más nauseabundo de todo esto es que el Vaticano está al tanto. No sólo lo sabe: lo avala. La visita del Cardenal Parolin a Andorra en septiembre de 2023 fue la confirmación tácita del pacto. Y sus declaraciones lo dicen todo: que es un tema “complejo”, que hay que manejar con “discreción” y “sabiduría”. ¿Discreción? ¿Para encubrir un crimen moral? ¿Sabiduría? ¿Para facilitarlo sin mancharse? Estamos asistiendo a la completa banalización del pecado. La Iglesia que en otro tiempo fue perseguida por denunciar el mal, ahora lo gestiona con finura diplomática para no molestar a la ONU ni a las embajadas europeas. La defensa de la vida ya no es un principio innegociable, sino un valor aspiracional que se menciona en discursos, pero se negocia en los despachos.

¿Saben qué es lo más repugnante? Que han conseguido convertir el aborto en un servicio externalizado. No se va a matar al niño en suelo andorrano —¡Dios nos libre!—, pero sí se facilitará, se subvencionará y se legitimará. Como si el pecado dejara de ser pecado por cruzar una frontera. El gobierno andorrano podrá decir que respeta a la Iglesia. Y el obispo podrá decir que no firmó nada. Pero mientras tanto, unos 150 niños al año seguirán siendo abortados con el dinero de todos, y con la bendición silenciosa de quienes deberían ser sus pastores.

El escándalo está servido. Pero lo más probable es que, salvo unas pocas voces católicas con conciencia, nadie alce la voz. Porque en la nueva Iglesia de los “procesos sinodalizados”, la fidelidad a Cristo ha sido sustituida por la adhesión a la agenda diplomática. Y cuando un obispo puede conservar su mitra a costa de vender la sangre de los inocentes, entonces no estamos ante un caso de debilidad. Estamos ante una apostasía institucionalizada.

El aborto no es una cuestión opinable. Es un crimen abominable. Y si un obispo permite su legalización —sea por firma, por silencio o por omisión—, entonces ya no puede llamarse sucesor de los apóstoles. Podrá seguir vistiendo de púrpura y sonriendo en los actos oficiales, pero lo suyo ya no es el báculo de un pastor, sino el cetro de un traidor.


Iglesia Noticias no se hace cargo de las opiniones de sus colaboradores, que no tienen por qué coincidir con su línea editorial.

Comentarios
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Eva Barragán
Ayer
La historia demuestra que la complicidad silenciosa puede ser tan reprochable como la acción misma. En Andorra, el obispo católico, como copríncipe, simboliza una Iglesia que, en su afán de poder, parece haber olvidado su deber moral. Al permitir que un laico firme una ley que subsidia abortos, se repite la trágica omisión de épocas pasadas, donde la lealtad institucional eclipsó la fe. Este acto no solo traiciona la doctrina de la vida, sino que evidencia cómo la jerarquía eclesiástica, atrapada en sus comodidades, se aleja de su misión evangelizadora.
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Fausto Albarrán
Ayer
La situación en Andorra ilustra una grave complicidad moral que compromete la vida y la doctrina católica. La despenalización del aborto, respaldada de manera tácita por el Vaticano, evidencia la hipocresía de un obispo copríncipe que prioriza el poder sobre su deber pastoral. Permitir el aborto en clínicas extranjeras es una inversión de principios inaceptable. La dignidad de la vida debe ser defendida con firmeza.
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Ana Mesa
Ayer
La actitud de ciertos obispos ante la despenalización del aborto en Andorra traiciona la doctrina católica que protege la vida. Justificaciones diplomáticas o silencios no son excusas. La Iglesia debe ser firme en su defensa de la vida y actuar con coherencia, sin ceder a presiones externas que comprometan su integridad moral.
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