Un repaso frío y analítico a las dudas que abre la homilía del obispo Ángel Pérez Pueyo sobre el mandato pontificio, el papel del comisario y la gestión comunicativa de su difusión.
La reciente homilía del obispo de Barbastro, Ángel Pérez Pueyo, ha suscitado más preguntas que certezas. En su intervención, el prelado aludió a supuestas intenciones del Papa Francisco en relación con Torreciudad, aunque dichas afirmaciones nunca fueron expresadas públicamente ni por el Pontífice ni por él mismo.
Este relato plantea una cuestión delicada: si el comisario pontificio, Alejandro Arellano, nombrado por la Santa Sede, está actuando en fidelidad al mandato recibido. Porque, si se parte de lo que el obispo sugirió, cabrían tres hipótesis: o el comisario ha desobedecido al Papa, o no ha aplicado adecuadamente el marco jurídico, o, en última instancia, ha recibido del actual Papa León XIV una orientación distinta.
El resultado es que el foco de la controversia se desplaza hacia el propio comisario pontificio. No se trata ya de una disputa con el Opus Dei, sino de un cuestionamiento implícito del juicio de la persona designada por Roma para resolver el caso, un juez al que el obispo había reclamado con entusiasmo y en cuya imparcialidad dijo confiar.
La paradoja es evidente: el propio obispo, que pidió la intervención de Roma, termina debilitando con sus palabras la autoridad del comisario pontificio que él mismo había reclamado. El contraste es inevitable: si el Papa Francisco tenía una orientación definida, ¿por qué no la resolvió directamente? Y si el comisario pontificio actuó en otra dirección, ¿se equivocó en la interpretación o recibió después una indicación distinta?
El trasfondo mediático también despierta suspicacias. Resulta llamativo que la homilía se difundiera de inmediato en medios como El País y Religión Digital, antes incluso de ser publicada oficialmente por la diócesis. Este hecho sugiere que la oficina de prensa episcopal -Ascen- pudo haber facilitado selectivamente el texto, otorgando el primer impacto informativo a determinados periodistas, como ya ocurrió en ocasiones anteriores.
La consecuencia de todo ello es que la homilía ha colocado en una posición incómoda no solo al comisario pontificio, sino también a la propia diócesis. Porque, lejos de reforzar la autoridad episcopal, lo que se proyecta es un escenario en el que los responsables de juzgar quedan expuestos a la sospecha de incoherencia, desobediencia o instrumentalización.
¿A qué se refería exactamente el obispo al hablar de intenciones papales nunca hechas públicas? ¿El comisario pontificio interpretó mal el mandato recibido? ¿O lo desobedeció? ¿Acaso desconocía la normativa canónica que debía aplicar? ¿Le indicó el Papa León XIV una línea distinta? ¿Por qué, entonces, el Papa Francisco no resolvió directamente lo que supuestamente deseaba? ¿Quién queda en entredicho, el obispo que habló, el comisario que decidió o la propia diócesis que gestionó la comunicación? ¿Por qué la homilía circuló en algunos medios antes de publicarse oficialmente? ¿Hasta qué punto intervino la oficina de prensa episcopal en esa difusión selectiva? ¿No se expone con ello a la sospecha de instrumentalización informativa? ¿Y no es, en definitiva, el propio sistema el que aparece ahora bajo una sombra de dudas?