La Iglesia parece haber encontrado su nuevo equilibrio doctrinal: corregir a la Virgen María y bendecir a Sodoma. Mientras desde Roma se recomienda retirar títulos marianos como “Corredentora”, “Medianera” o “Abogada” por considerarlos “confusos” o teológicamente “inapropiados”, un obispo en activo y con cargo de responsabilidad puede proclamar sin sonrojo que es “simplemente erróneo” negar a las parejas homosexuales el derecho a mantener relaciones sexuales, y nadie mueve un dedo.
El autor de semejante despropósito es Francesco Savino, vicepresidente de la Conferencia Episcopal Italiana. No se trató de una ambigüedad diplomática ni de un error de comunicación: habló con claridad meridiana. Las personas homosexuales, afirmó, no deben ser privadas de la oportunidad de amar y de ser amadas “también en un nivel íntimo, sexual”, y negarlo sería, según él, “simplemente erróneo”. Y ahí sigue, sin corrección, sin retractación y, por supuesto, sin consecuencias.
El contraste con el trato recibido por la Madre de Dios es escandaloso. A María se le exige prudencia lingüística y precisión teológica. Los dicasterios vaticanos se han puesto nerviosos ante la posibilidad de que alguien la llame Corredentora, como han hecho sin complejos santos, teólogos, místicos y pontífices durante siglos. No vaya a ser que eso debilite el monopolio masculino de la redención o incomode a algún ecumenista sensible. Se sugiere ahora que evitar esos títulos ayudará a no crear confusión entre los fieles. Es decir, para Roma, los católicos son lo suficientemente maduros como para digerir sin escándalo que un obispo bendiga el sexo homosexual, pero demasiado ingenuos como para entender que María colabora, subordinadamente, en la obra redentora de su Hijo.
La conclusión es clara: María debe callar, pero el pecado mortal puede hablar alto y claro. Y si lo hace desde un cargo episcopal, con lenguaje inclusivo y barniz de misericordia, mucho mejor. Ya no se trata de una crisis puntual, ni de un problema de formas. Se trata de un derrumbe teológico en toda regla. Porque el Catecismo no deja lugar a interpretaciones: los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados y no pueden ser aprobados en ningún caso. Punto. No hay derecho al pecado. Y sin embargo, ahora un obispo puede contradecir frontalmente esta enseñanza, y lejos de ser corregido, es tolerado, cuando no respaldado con silencios cómplices.
Es más fácil censurar una letanía que amonestar a un hereje. Más urgente reeducar a los devotos del rosario que frenar a los que deforman el Evangelio desde los púlpitos. Esta Iglesia ha perdido el sentido del escándalo: se siente amenazada por la devoción mariana, pero no por el desprecio abierto a la moral cristiana. La única rigidez que le molesta es la de los fieles que todavía creen que el pecado existe.
Los dicasterios se han convertido en expertos en detectar peligros donde no los hay, mientras se hacen los ciegos ante las herejías más evidentes. No hay piedad para la tradición, pero hay comprensión infinita para la transgresión. La pastoral se ha convertido en excusa para justificar cualquier cosa, menos la fidelidad.
Nos repiten que la doctrina no cambia, pero los hechos dicen otra cosa. Porque cuando se permite que se enseñe lo contrario sin respuesta, sin corrección ni consecuencias, la doctrina deja de ser norma de fe para convertirse en adorno museístico. Las palabras del Catecismo siguen impresas, sí, pero la praxis pastoral las vacía con cada omisión cobarde.
Y en medio de este panorama desolador, los fieles que aún rezan el rosario con fervor, que veneran a María con sus títulos de siempre, que creen en el Evangelio entero sin filtros ideológicos, se ven tratados como problemáticos. Porque en esta nueva Iglesia, todo se tolera menos la fidelidad. A ellos les queda resistir, aferrados a la verdad que no cambia, confiando en que la Reina del Cielo —Medianera, Abogada y sí, también Corredentora— sabrá aplastar la cabeza de la serpiente que hoy, disfrazada de compasión progresista, intenta devorar la fe desde dentro.
No sabemos si Roma corregirá algún día al obispo Savino. Pero lo que ya ha hecho es corregir a la Virgen. Y eso, más que escandaloso, es diabólico.
