Ayer me escribió un WhatsApp mi amiga Conchi, indignada. Había ido a misa a la Virgen del Camino, en León, y allí descubrió al nuevo modelo de sacerdote sinodal e inclusivo. “El Señor esté con vosotros y vosotras”, proclamó el fraile desde el altar, muy convencido de su aportación pastoral. Conchi, que no suele perder la compostura, me escribió en cuanto salió: “Faltó el vosotres, Aurora. Lo tenía en la punta de la lengua.”
Pero lo peor —me contaba— fue justo antes de la paz. En lugar de decir, como manda el Misal, “tú que dijiste a tus discípulos: la paz os dejo, mi paz os doy…”, el dominico, muy inspirado, cambió a “tú que dijiste a tus amigos y amigas…”. Y así, de un plumazo, los discípulos desaparecieron del Evangelio. Cristo ya no tenía apóstoles: tenía colegas.
Parece que la fidelidad litúrgica ya no está de moda. Lo de seguir el Misal tal como lo aprobó la Iglesia debe de sonarles demasiado rígido. Lo moderno es personalizar la Misa, como quien actualiza una aplicación: Eucaristía 2.0, edición inclusiva. Cada cual introduce sus mejoras, sus matices, sus toques de creatividad pastoral, como si la liturgia fuera un laboratorio de innovación o un concurso de improvisación.
Y sin embargo, la liturgia no es propiedad privada de nadie. No es un escenario de autoexpresión ni un campo para experimentar la última ideología de moda. Cada palabra tiene peso teológico. Cuando un sacerdote las cambia —aunque sea “por cariño”— deja de actuar in persona Christi para actuar in persona sua.
No deja de ser llamativo que el caso venga de un dominico. Porque también Fray Marcos, el conocido cura de Parquelagos que celebra misas que parecen tertulias de autoayuda, pertenece a la misma orden. Curioso paralelismo: dos hijos de Santo Domingo convertidos en innovadores litúrgicos. Quizá no sea casualidad, sino reflejo de una deriva más amplia dentro de ciertas comunidades antaño firmes, hoy más preocupadas por ser “cercanas” que por ser fieles.
El lenguaje inclusivo no incluye nada; más bien diluye. “Discípulos” no es una exclusión, sino la traducción de un término universal, cargado de sentido teológico. Cambiarlo por “amigos y amigas” no es ternura pastoral, es frivolidad doctrinal. Cristo no necesitó desdoblar palabras para incluirnos a todos: le bastó la Cruz.
Por suerte, todavía hay muchos sacerdotes —también dominicos— que celebran con obediencia, humildad y reverencia, conscientes de que la Misa no es suya, sino de la Iglesia. No son noticia, pero son el alma viva del sacerdocio. Y sí, en ciertos ambientes esa fidelidad parece casi un gesto contracultural. Pero si algo mantiene en pie a la Iglesia, no son las ocurrencias inclusivas ni las homilías sinodales, sino esos sacerdotes que repiten cada día, sin cambiar una sola palabra, el milagro eterno: Hoc est enim Corpus meum.
