Jóvenes que cambian el espectáculo por el sagrario, y curas que visten clergyman sin complejos.
Empieza por los ojos. En muchas parroquias han aparecido universitarios con mochila y breviario en el mismo bolsillo. Entran sin aspavientos, hacen una genuflexión que apunta al sagrario como una flecha y se quedan en silencio. Algunas chicas recuperan el velo con naturalidad; muchos chicos vuelven a santiguarse sin pedir perdón. No vienen a “socializar”: vienen a adorar. La comunión en la boca y de rodillas ya no es rareza, y convive en paz con quienes comulgan en la mano y de pie. El gesto habla antes que la palabra: creen que ahí está Cristo, así que se arrodillan.
Los curas jóvenes lo dicen sin decirlo. Dejan el jersey pedagógico para las excursiones y se plantan el clergyman —o la sotana— con la misma normalidad con la que un médico se pone la bata. En el altar, los signos pesan; la misa no se improvisa; la homilía no es terapia con versículo de atrezo. Suenan himnos que enseñan, polifonía que eleva, algún gregoriano que pone a raya el ruido. El Novus Ordo celebrado con reverencia deja de ser una excepción, y la misa en latín, cuando aparece, no espanta: educa. Afuera, la calle también habla: rosarios en patios universitarios, procesiones con veinteañeros cargando cirios, retiros de silencio con móviles apagados sin trauma, ayunos discretos que nadie airea. En un banco cualquiera se repite Bartimeo: “Ánimo, levántate; te llama”. Y el que estaba al borde del camino se pone en pie.
La devoción no flota en el aire: encuentra cauces. En España, Hakuna mezcla adoración eucarística, formación y música que no pide disculpas por decir teología; atrae a miles de jóvenes cada semana y ha convertido la tarde de jueves en territorio del Sagrario. Más allá de nuestras fronteras, los congresos universitarios católicos —con FOCUS y su SEEK al frente— han devuelto la confesión y la adoración al centro del mapa; y en Europa, la peregrinación París–Chartres crece con un público sorprendentemente joven que acepta barro, latín y silencio como si fueran novedades. Taizé ancla a decenas de miles en la oración sencilla. La piedad popular no se queda atrás: Corpus y vigilias marianas vuelven a reclutar a una generación que se cansó del simulacro y eligió sacramentos.
Los nombres propios ayudan a entender por qué. El Camino Neocatecumenal saca a jóvenes a la calle con catequesis y misión; Comunión y Liberación aterriza la fe en la inteligencia de la realidad; Schoenstatt cuida dirección espiritual y vida sacramental; Regnum Christi moviliza Juventud y Familia Misionera; los Focolares (Gen) convierten la unidad en caridad concreta; la Adoración Nocturna Joven multiplica vigilias; Cursillos de Cristiandad despierta tibios; los retiros de Emaús Jóvenes reabren puertas que parecían cerradas. En el mundo parroquial y universitario, las pastorales diocesanas han aprendido el idioma de la biblioteca y el sagrario; los Scouts católicos y los Scouts de Europa educan carácter y virtud; JUFRA y JMV ponen el servicio donde antes sólo había discurso; Emmanuel, Shalom y Chemin Neuf juntan adoración y misión en la misma mochila; los Salesianos mantienen vivo el patio; Dominicos y Carmelitas ofrecen estudio y silencio que curan el ruido; los Jesuitas sostienen itinerarios universitarios y experiencias MAGIS; en el ámbito anglosajón, LifeTeen, NET y los Newman Centers hacen de puente entre campus y altar. Y sí, el Opus Dei recuerda pacientemente que la santidad huele a biblioteca, despacho y metro atestado: misa que sostiene la semana, estudio y trabajo ofrecidos a Dios, dirección espiritual que no infantiliza. Todo junto explica por qué no pocos chavales no sólo vuelven a misa: vuelven a la vida cristiana completa.
A algunos les tranquiliza llamarlo “giro conservador”. Es un truco para no mirar de frente. No es nostalgia; es hambre. Hambre de verdad que no regatea, de belleza que no se disculpa, de sacramentos sin
