Respiren tranquilos: la Iglesia vuelve a hablar como Iglesia

Durante la Misa del Jubileo de las Familias, de los Niños, los Abuelos y los Mayores, celebrada este domingo 1 de junio de 2025 en la Plaza de San Pedro, el Papa León XIV pronunció una homilía que ha resonado con fuerza entre los fieles. Lejos de ambigüedades y desviaciones doctrinales, el Santo Padre ofreció un mensaje claro, profundamente arraigado en la fe católica, defendiendo la verdad del Evangelio y el papel sagrado de la familia como célula viva de la Iglesia.
Una voz clara entre los ecos confusos
Por fin. No un suspiro de alivio, sino un verdadero Gloria in excelsis Deo. Después de años de caminar sobre arenas movedizas doctrinales, de soportar discursos que oscilaban entre la ambigüedad calculada y la herejía vestida de sonrisa sinodal, llega esta homilía del Papa León XIV como un manantial de agua fresca para el desierto espiritual que muchos fieles atravesábamos.
Y no es exageración. Quien escuche o lea atentamente este mensaje, comprenderá que ha vuelto algo precioso, algo irrenunciable: la seguridad doctrinal, el sabor inconfundible de la verdad católica predicada sin complejos y sin concesiones al espíritu del mundo.
La familia, columna vertebral de la civilización cristiana
En esta homilía del Jubileo de las Familias, de los Niños y los Ancianos, no hay "experimentos pastorales", ni neologismos teológicos, ni una rendición cobarde ante las modas del momento. Lo que hay es doctrina. Lo que hay es Evangelio. Lo que hay es Tradición. Por fin, un Sucesor de Pedro que no juega a ser terapeuta, gestor emocional o influencer ecológico, sino que actúa como lo que es: maestro de la fe y garante de la unidad.
Y qué unidad, la que pide el Papa: no la de un colectivo amorfo fusionado en sentimentalismo barato, sino la unidad verdadera, nacida del amor trinitario, enraizada en Cristo y fecunda en la vida familiar. León XIV no teme hablar de pecado, de libertad mal usada, de heridas que necesitan bálsamo. Pero tampoco se pierde en lamentos sociológicos. Llama a la conversión a través de la familia, verdadero “santuario de la vida”, como nos recordaba San Juan Pablo II.
El Papa proclama sin miedo que el matrimonio no es un ideal abstracto, sino el modelo concreto del verdadero amor entre el hombre y la mujer, un amor total, fiel y fecundo. En lugar de adaptarse a los "nuevos paradigmas afectivos", León XIV propone santos esposos como ejemplo: los Martin, los Quattrocchi, los Ulma. Sí, santos. Qué escándalo para algunos.
Respiren tranquilos, vuelve el aire puro de la verdad
Quien escuche esta homilía no puede salir con dudas. Y eso es un alivio. No hay juegos de palabras, no hay ambigüedades. Hay claridad. Y la claridad no divide, al contrario: une. No con una unidad falsa, acomodada, sino con la unidad de los que saben que están en la barca de Pedro y que el timón está firme.
“Distintos, pero uno; muchos, pero uno, siempre uno”, repite el Papa. Qué gozo oír esas palabras sin la carga sospechosa de ideologías disfrazadas de pastoral. Aquí no hay guiños al relativismo, ni servidumbres al consenso social. Hay fe católica, predicada con autoridad, con belleza, con alegría, sin pedir perdón por existir.
Y sí, respiremos tranquilos. La oración de Cristo al Padre —“que todos sean uno”— vuelve a resonar desde el corazón mismo de la Iglesia. Pero esta vez, no como excusa para la confusión, sino como camino hacia la verdad. Una verdad que se transmite de generación en generación, como la fe misma. Como el pan compartido en la mesa. Como los brazos de un abuelo que bendice.
Hoy, todos —todos, todos, todos— podemos decir: la Iglesia ha vuelto a hablar como Madre y Maestra. Y lo ha hecho con la fuerza de un pastor que sabe que su rebaño no necesita cuentos de autoayuda, sino verdades que salvan. Gracias, León XIV. Ad multos annos.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
JUBILEO DE LAS FAMILIAS, LOS NIÑOS, LOS ABUELOS Y LOS MAYORES Plaza de San Pedro VII Domingo de Pascua - Domingo, 1 de junio de 2025
El Evangelio que acabamos de proclamar nos muestra a Jesús que, en la Última Cena, ora por nosotros (cf. Jn 17,20). El Verbo de Dios hecho hombre, ya cercano al final de su vida terrena, piensa en nosotros, sus hermanos, y se convierte en bendición, súplica y alabanza al Padre, con la fuerza del Espíritu Santo. También nosotros, al entrar con asombro y confianza dentro de la oración de Jesús, nos vemos envueltos, por su amor, en un gran proyecto que abarca a toda la humanidad.
Cristo pide, en efecto, que todos seamos “una sola cosa” (cf. v. 21). Este es el mayor bien que se puede desear, porque esta unión universal realiza entre las criaturas la comunión eterna de amor que es Dios mismo: el Padre que da la vida, el Hijo que la recibe y el Espíritu que la comparte.
El Señor quiere que, para unirnos, no nos agreguemos a una masa indistinta como un bloque anónimo, sino que seamos uno: «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros» (v. 21). La unidad por la que Jesús ora es, por tanto, una comunión fundada en el mismo amor con que Dios ama, de donde provienen la vida y la salvación. Y como tal, es ante todo un don que Jesús trae consigo. Es, desde su corazón humano, que el Hijo de Dios se dirige al Padre diciendo: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste» (v. 23).
Escuchamos con conmoción estas palabras: Jesús nos está revelando que Dios nos ama como se ama a sí mismo. El Padre no nos ama menos que a su Hijo unigénito, o sea de manera infinita. Dios no ama menos, porque ama antes de nada, ¡ama antes que nadie! Así lo atestigua Cristo cuando dice al Padre: «Ya me amabas antes de la creación del mundo» (v. 24). Y es así: en su misericordia, Dios desde siempre quiere acoger a todos los hombres en su abrazo; y es su vida, la que se nos entrega por medio de Cristo, la que nos hace uno, la que nos une entre nosotros.
Oír hoy este Evangelio, durante el Jubileo de las Familias y de los Niños, de los Abuelos y de los Ancianos, nos llena de alegría.
Queridos amigos, hemos recibido la vida antes incluso de haberla deseado. Como enseñaba el Papa Francisco: «Todos los hombres somos hijos, pero ninguno de nosotros eligió nacer» (Ángelus, 1 enero 2025). Y no sólo eso. Apenas nacemos, necesitamos de los demás para vivir; solos no lo hubiéramos logrado. Se lo debemos a alguien más, que nos salvó, se hizo cargo de nosotros, de nuestro cuerpo y también de nuestro espíritu. Todos nosotros vivimos gracias a una relación, es decir, a un vínculo libre y liberador de humanidad y cuidado mutuo.
Es cierto que, a veces, esta humanidad se ve traicionada. Por ejemplo, cuando se invoca la libertad no para dar vida, sino para quitarla; no para proteger, sino para herir. Sin embargo, incluso frente al mal que divide y mata, Jesús sigue orando al Padre por nosotros, y su oración actúa como un bálsamo sobre nuestras heridas, convirtiéndose en anuncio de perdón y reconciliación para todos. Esa oración del Señor da sentido pleno a los momentos luminosos de nuestro amor mutuo como padres, abuelos, hijos e hijas. Y esto es lo que queremos anunciar al mundo: estamos aquí para ser “uno” tal y como el Señor quiere que seamos “uno”, en nuestras familias y en los lugares donde vivimos, trabajamos y estudiamos: distintos, pero uno; muchos, pero uno, siempre uno, en cualquier circunstancia y edad de la vida.
Hermanos, si nos amamos así, sobre el fundamento de Cristo, que es «el Alfa y la Omega», «el principio y el fin» (cf. Ap 22,13), seremos un signo de paz para todos, en la sociedad y en el mundo. No hay que olvidarlo: del seno de las familias nace el futuro de los pueblos.
En las últimas décadas hemos recibido un signo que llena de gozo y, al mismo tiempo, invita a reflexionar: me refiero al hecho de que fueron proclamados beatos y santos algunos esposos, no por separado, sino juntos, como pareja de esposos. Pienso en Luis y Celia Martin, los padres de santa Teresa del Niño Jesús; y recuerdo también a los beatos Luis y María Beltrame Quattrocchi, cuya vida familiar transcurrió en Roma, el siglo pasado. Y no olvidemos a la familia polaca Ulma, padres e hijos unidos en el amor y en el martirio. Decía que es un signo que da que pensar. Sí, al proponernos como testigos ejemplares a matrimonios santos, la Iglesia nos dice que el mundo de hoy necesita la alianza conyugal para conocer y acoger el amor de Dios, y para superar, con su fuerza que une y reconcilia, las fuerzas que destruyen las relaciones y las sociedades.
Por eso, con el corazón lleno de gratitud y esperanza, a ustedes esposos les digo: el matrimonio no es un ideal, sino el modelo del verdadero amor entre el hombre y la mujer: amor total, fiel y fecundo (cf. S. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae, 9). Este amor, al hacerlos “una sola carne”, los capacita para dar vida, a imagen de Dios.
Por tanto, los animo a que sean para sus hijos ejemplos de coherencia, comportándose como desean que ellos se comporten, educándolos en la libertad mediante la obediencia, buscando siempre su propio bien y los medios para acrecentarlo. Y ustedes, hijos, sean agradecidos con sus padres: decir “gracias” por el don de la vida y por todo lo que con ella se nos da cada día es la primera forma de honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20,12). Por último, a ustedes, queridos abuelos y ancianos, les recomiendo que velen, con sabiduría y ternura, por quienes aman, con la humildad y paciencia que se aprenden con los años.
En la familia, la fe se transmite junto con la vida, de generación en generación: se comparte como el pan de la mesa y los afectos del corazón. Esto la convierte en un lugar privilegiado para encontrar a Jesús, que nos ama y siempre quiere nuestro bien.
Y quisiera añadir una última cosa. La oración del Hijo de Dios, que nos infunde esperanza en el camino, también nos recuerda que un día seremos todos uno unum (cf. S. AGUSTÍN, Sermo super Ps. 127): una sola cosa en el único Salvador, abrazados por el amor eterno de Dios. No sólo nosotros, sino también los padres y las madres; los abuelos y abuelas; los hermanos, hermanas e hijos que ya nos han precedido en la luz de su Pascua eterna, y que hoy sentimos presentes, aquí, con nosotros, en este momento de fiesta.
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