Abusos en la Iglesia: ¿Y si el abusado soy yo?

Abusos en la Iglesia: ¿Y si el abusado soy yo?

Los abusos cometidos en el seno de la Iglesia Católica —abusos sexuales, de conciencia, de poder, de confianza— son una traición a lo más sagrado. No son simples errores humanos ni caídas inevitables. Son crímenes cometidos, muchas veces, por quienes deberían haber sido ejemplo de entrega, servicio y amor a Dios. Usar la autoridad espiritual para someter, manipular o destruir a otro no es debilidad: es perversión del ministerio.

Durante demasiado tiempo, la respuesta De la Iglesia ha sido tibia. El silencio, la complicidad, los traslados discretos o el miedo al escándalo han hecho un daño inmenso. La Iglesia ha fallado cuando ha elegido proteger su imagen antes que sanar a las víctimas o corregir el error. Y ese pecado clama al cielo.

En nuestra sociedad, hablar de abuso se ha convertido, afortunadamente, en una conversación más abierta y menos estigmatizada. Sin embargo, aún queda un camino por recorrer, sobre todo cuando el que se siente abusado es uno mismo. ¿Qué hacer cuando el sufrimiento, la manipulación o el menosprecio no le ocurren a otro, sino a mí?

Lo primero, sin lugar a dudas, es actuar. Denunciar. Nadie debe soportar el abuso en silencio. Si hay estructuras jerárquicas —en el trabajo, en la escuela, en organizaciones— hay que dirigirse a los superiores. Y si la situación lo requiere, acudir a las autoridades. Hoy contamos con leyes que, aunque imperfectas, ofrecen un marco para proteger a las víctimas y sancionar a los agresores.

Pero lo legal es solo una parte del drama. El daño más profundo y devastador suele ocurrir en el alma, en el corazón y en la conciencia. El abuso deja heridas invisibles que no se curan con una denuncia ni con una sentencia. Por eso, buscar ayuda profesional no es una opción secundaria, sino esencial. La terapia, el acompañamiento emocional y el apoyo de personas cercanas y confiables son herramientas indispensables para salir adelante.

Lo más difícil, quizás, es luchar contra las voces internas —inculcadas muchas veces por el propio abusador— que nos hacen creer que merecemos lo que nos pasa, que no valemos, que fuimos ingenuos por confiar. Pero confiar no es un pecado, ni un error: es una expresión humana y hermosa que nunca debe ser castigada.

Aceptar lo vivido es un paso necesario. No para justificar el abuso, sino para liberarnos del peso de la negación y comenzar a sanar. Y sí, también está el perdón, pero no como una absolución del agresor, sino como una forma de soltar aquello que nos ata al dolor. Perdonar no es olvidar ni exculpar, es elegir no vivir encadenados al pasado.

La dignidad del abusado sigue intacta. No se pierde ni se rebaja por haber sido víctima. Todo ser humano, incluso en su mayor fragilidad, tiene una dignidad que, está a la altura de Dios mismo.

Y para prevenir que el abuso vuelva a ocurrir, una clave poderosa es aprender a escucharse a uno mismo, a actuar siempre bajo la sola coacción de la conciencia. Porque cuando uno está en paz con su interior, es mucho más difícil que alguien logre manipularlo o someterlo.

La pregunta inicial sigue resonando: ¿y si el abusado soy yo? La respuesta no es fácil, pero es clara: hablar, pedir ayuda, sanar, abrirse al perdón y, sobre todo, recordar que no estamos solos.

Sí, han fallado algunos, y gravemente. Pero no por eso renunciamos a la esperanza. Y esa verdad empieza por rechazar con firmeza toda forma de abuso y por recordar, con toda claridad, que el que no sirve con santidad, no sirve. Como decía un santo Aragonés, para servir, servir… y yo añado: ¡con todo el corazón!

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