La élite de lo casposo

Amo la misa tradicional. El silencio solemne, el latín que resuena, el rito que parece más oración que espectáculo. Es verdad: me conmueve. Pero justo cuando estoy a punto de abandonarme a la gracia, aparece el personaje. El custodio de la sacristía eterna. Ese que frunce el ceño si no llevas mantilla, que mide tu ortodoxia por el tipo de encaje que usas, y que convierte lo bello en búnker.
Porque el problema no es la misa. Es la gente que la ha secuestrado.
El movimiento tradicionalista dentro de la Iglesia parece más empeñado en combatir que en evangelizar. Han hecho del misal del 62 su tabla de salvación y del Concilio Vaticano II su archienemigo. Se creen elegidos, pero actúan como excluyentes. En su mundo no cabe el diferente, ni siquiera el que simplemente piensa que lo viejo no es siempre mejor por el solo hecho de serlo.
No se conforman con rezar como antes; necesitan que todos lo hagan, o que al menos reconozcan que su forma es la única digna.
Por eso, cuando Francisco publicó el Motu Proprio Traditionis Custodes, aplaudí. No porque desprecie la misa tradicional, sino porque hacía falta marcar un límite. La liturgia no puede ser el caballo de Troya del cisma. El Papa no prohibió el rito antiguo; prohibió su uso como arma arrojadiza contra la unidad eclesial.
Y sí, lo digo sin rodeos: me parecen casposos. Casposos en su lenguaje, en su actitud, en su cruzada constante contra todo lo que huela a distinto. No es amor por la tradición, es aversión al tiempo. Visten la fe con olor a cerrado y la convierten en barricada.
Lo viejo no siempre es sabio. A veces, solo es viejo.
Escribir un comentario