¿Disolver a los jesuitas otra vez? La historia da ideas…

¿Disolver a los jesuitas otra vez? La historia da ideas…

Hoy, 21 de julio, se cumple un aniversario que nadie celebra con alegría pero que todos deberíamos recordar: el día en que la Compañía de Jesús fue suprimida por el Papa Clemente XIV, en 1773. No fue una corrección fraterna, ni una reforma, ni siquiera una depuración espiritual. Fue una ejecución política con sotana. Un crimen institucional disfrazado de prudencia pastoral.

Y lo más indignante: no fue por herejía, ni por corrupción moral, ni por laxitud doctrinal. Fue, simplemente, porque eran incómodos. Porque enseñaban con claridad. Porque eran fieles al Papa —sí, paradójicamente— y porque se atrevían a formar a las élites sin pasar por el filtro ilustrado de los Borbones, esos grandes defensores del cristianismo de salón, siempre tan piadosos como anticlericales.

Los reyes absolutistas presionaron, los embajadores chantajearon, y Clemente, un franciscano débil y aterrado, firmó. Así cayó, de un plumazo, la orden que más vocaciones generaba, que más mártires ofrecía, que más almas convertía. Lo hizo por “el bien de la paz”. Ya sabemos lo que significa esa frase cuando viene de un burócrata con báculo: rendición disfrazada de discernimiento.

La ironía, por supuesto, es cruel. Porque si uno revisa hoy los motivos esgrimidos entonces —que causaban divisiones, que no edificaban, que no se adaptaban al bien común eclesial— bien podrían usarse de nuevo… pero esta vez con fundamento. Porque, ¿qué queda hoy del fuego ignaciano?

La Compañía de Jesús, con honrosísimas excepciones, se ha convertido en una estructura ideológica embebida de progresismo teológico, activismo social sin alma, y una moral líquida que ya no forma conciencias sino que las disuelve en “acompañamiento pastoral”.

Sus universidades son vitrinas del relativismo disfrazado de pensamiento crítico. Sus centros pastorales son más inclusivos que católicos. Sus liturgias oscilan entre lo irreconocible y lo irrelevante. La obediencia al Papa ya no es el cuarto voto, sino una cláusula condicional: se obedece si el Papa habla como la ONU; si enseña como San Pío X, se “discierne”.

Claro, hacen obras. Construyen cosas. Publican libros. Firman declaraciones. Pero la pregunta sigue siendo: ¿predican a Cristo? ¿Anuncian la cruz? ¿Forman santos? O más bien: ¿están educando a la próxima generación de clérigos tibios, laicos acomodaticios y teólogos que solo creen en lo que apruebe el New York Times?

Y aquí es donde la historia da vértigo. Porque en 1773, la Compañía fue suprimida por ser fiel al Evangelio frente al poder del mundo. Hoy, en muchos casos, sobrevive por haberse alineado con ese mismo mundo. Entonces fueron víctimas del odio secular; ahora, algunos son sus cómplices entusiastas.

¿Es hora de disolverlos otra vez? No con breves pontificios, no con persecuciones externas, sino con fuego interno. Que los que aún creen en Cristo, los que aún rezan de rodillas, los que aún veneran a San Ignacio sin convertirlo en un facilitador de talleres sinodales, purifiquen su orden desde dentro. Que el trigo se sacuda del polvo. Y que el nombre de Jesús vuelva a ser, en la Compañía que lleva su nombre, el centro de todo, no una nota a pie de página entre ideologías de moda.

San Ignacio, ruega por ellos. Porque hoy más que nunca, necesitan conversión. Como todos, pero ellos están en la picota.

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