Samaritanos de frontera: El cristiano ante la inmigración

Samaritanos de frontera:   El cristiano ante la inmigración

España vive días agitados. Los últimos disturbios en barrios obreros, los enfrentamientos en plazas y la tensión en redes sociales nos muestran algo más que un problema de orden público: estamos ante una fractura cultural y emocional profunda. Muchos la llaman “islamización”, otros “crisis migratoria”. Y la percepción popular es clara: “Siempre son ellos”.

No voy a negar la evidencia: buena parte de los altercados recientes han tenido como protagonistas a jóvenes de origen magrebí o subsahariano. Las estadísticas de delitos, cuando se desglosan, suelen confirmar un porcentaje significativo de inmigrantes en ciertos delitos violentos. Esto, sumado a barrios saturados, desempleo y choques culturales, genera un cóctel explosivo. La tentación es obvia: señalar, generalizar y odiar.

Y confieso algo: yo también lo pienso a veces. Cuando escucho las noticias, cuando veo vídeos virales de agresiones, surge en mí la pregunta: “¿Por qué siempre son ellos?”. Pero justo en ese instante, como cristiano, debo hacer un alto. Porque dejarme llevar por ese pensamiento es el primer paso hacia lo que el Evangelio llama “pecado”: el desprecio del otro, el juicio global sobre personas a las que no conozco, el odio disfrazado de justicia.

El buen samaritano también era extranjero en la tierra judía.

El problema existe, pero no es el enemigo

Decir que hay tensiones reales no es racismo: es una realidad. Pero creer que la raíz del problema son “los moros” es falso y, peor aún, injusto. Las raíces son más hondas:

Fallas en la integración: políticas migratorias improvisadas, falta de recursos para educación, vivienda y empleo.

Ghettos culturales: barrios donde no hay convivencia, sino separación.

Radicalismo ideológico: tanto el islamismo político que penetra en Europa como los populismos identitarios que explotan el miedo.

Todo esto se combina en un clima explosivo. Pero convertir a cada inmigrante en sospechoso, o peor, en enemigo, no soluciona nada. Lo agrava. Porque el odio engendra más violencia. Y la violencia, más odio. Es la espiral que ya hemos visto en otros países.

¿Qué dice el Evangelio?

El cristiano no vive en una burbuja ingenua. Jesús conocía la violencia de su tiempo: el Imperio romano, los celotes, los terroristas sicarios. Y sin embargo, no predicó odio étnico ni guerra santa, sino hospitalidad, misericordia y justicia.

Esto no significa abrir las puertas sin criterio. Significa dos cosas esenciales:

1. Defender la dignidad de todos, incluso del que viene con otra cultura y religión. Cada persona es imagen de Dios, aunque su vida esté rota o su fe sea distinta.

2. Exigir orden y justicia, porque la caridad no excluye la ley. Acoger no es permitir impunidad ni renunciar a nuestras raíces.

En otras palabras: sí a la acogida responsable, no a la barra libre; sí a la identidad cristiana y española, no al nacionalismo excluyente.

El verdadero riesgo: el corazón endurecido

El islamismo radical es un peligro real. Pero hay uno peor para nosotros: perder el alma cristiana bajo la excusa de defenderla. Convertirnos en odiadores, en sembradores de división, en “cristianos” que hablan de cruz mientras levantan muros de odio. Ese no es el camino de Cristo, sino el del miedo.

Como dijo el Papa León XIV hace poco al hablar sobre migraciones en Europa:

“No podemos responder al miedo con odio, sino con responsabilidad y fraternidad. Quien se dice cristiano y alimenta el racismo, niega el Evangelio.”

¿Hay un problema? Sí. ¿Es grave? Mucho. ¿Debemos proteger nuestras leyes, nuestra cultura y nuestra seguridad? Por supuesto. Pero si para hacerlo renunciamos a nuestra identidad más profunda —el amor al prójimo, la justicia, la compasión—, entonces habremos perdido la batalla antes de empezar.

El cristiano está llamado a ser luz en medio del miedo, no gasolina en el fuego. No se trata de cerrar los ojos, sino de abrir el corazón y la inteligencia para construir una sociedad segura, justa y humana. Sin odio. Sin racismo. Sin ceder a la tentación de culpar a “los otros” de todo.

Porque el Evangelio no cambia con las estadísticas ni con los disturbios: “Fui forastero, y me acogiste” (Mt 25,35).


Iglesia Noticias no se hace cargo de las opiniones de sus colaboradores, que no tienen por qué coincidir con su línea editorial.

Comentarios
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José Luis
3 meses hace
Moros y cristianos Para quienes habláis de Covadonga y Lepanto y cosas así, quizá recordéis también que durante el reinado de Carlos V muchos moriscos no se quisieron convertir debido precisamente al mal ejemplo de muchos cristianos, que vivían como si no lo fueran. Lo cual no quiere decir que uno no tenga que defender lo suyo y luchar en legítima defensa o incluso adelantarse con la guerra preventiva si hay razones proporcionadas (terrorismo, etc.). Pero pensar que el odio o los nacionalismos excluyentes son cristianos realmente es "mear fuera del tiesto" (con perdón de la expresión), como lo es también el no defender tus derechos ni ejercer tus obligaciones. Saludos.
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Tomaso
3 meses hace
Con este artículo parece que los que denunciamos la inmigración ilegal, la legal descontrolada o simplemente que a España no puede venir nadie a delinquir y si viene para eso, se va por donde ha venido, somos racistas y no practicamos la misericordia.
Y no. Denunciarlo no nos hace racistas, nos hace justos y misericordiosos con los agredidos. La caridad empieza por los más cercanos.
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Macarena
3 meses hace
Muy en desacuerdo. Tipico articulillo escrito por alguien de mentalidad pepera.

¿Le suena al articulista lo de Covadonga? ¿Y Lepanto? Si nuestros antepasados hubieran pensado como este señor España hoy no sería cristiana.
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Jesus
3 meses hace
Me ha gustado mucho Torrealba....muy certero
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David
3 meses hace
Muy buen artículo. Totalmente de acuerdo con lo que dices!!!
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Laureano Escribano
3 meses hace
La verdadera misión cristiana frente a la inmigración es practicar misericordia y justicia, sin caer en odio ni racismo. La Iglesia nos llama a ser samaritanos, acogiendo con dignidad y defendiendo nuestras raíces en Cristo, sin perder el alma.
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