El 22 de septiembre, la Iglesia Católica conmemora a los 233 mártires de la Guerra Civil Española, beatificados por el Papa San Juan Pablo II en 2001.
Cada 22 de septiembre, la Iglesia Católica recuerda a los 233 mártires de la Guerra Civil Española (1936-1939), quienes fueron beatificados por el Papa San Juan Pablo II el 11 de marzo de 2001. Este grupo es conocido como "los mártires de Valencia" o "José Aparicio Sanz y sus 232 compañeros mártires". Durante la ceremonia de beatificación, el Papa San Juan Pablo II destacó la figura de José Aparicio Sanz, sacerdote diocesano de Valencia, quien encabezó la lista de los nuevos beatos. El Santo Padre recordó que estos mártires fueron asesinados durante la persecución religiosa en España por su fe en Cristo y su activa participación en la Iglesia, perdonando a sus verdugos antes de morir.
La ceremonia de beatificación fue notable por el elevado número de mártires reconocidos en un solo acto y por la diversidad del grupo, que incluía a hombres y mujeres de diferentes edades y condiciones, tales como sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos, padres y madres de familia. Entre ellos se encontraban treinta y ocho sacerdotes de la Archidiócesis de Valencia, miembros de la Acción Católica, dominicos, franciscanos, jesuitas, salesianos, entre otros. Esta diversidad fue resaltada por el Papa San Juan Pablo II, quien subrayó la unidad en la fe y el amor a Jesús que los unía, lejos de cualquier compromiso ideológico.
Entre las historias conmovedoras mencionadas en la beatificación, se encuentra la de María Teresa Ferragud, una anciana de ochenta y tres años que fue ejecutada junto a sus cuatro hijas, todas religiosas contemplativas. También se destacó la valentía de Francisco Alacreu, un joven químico de veintidós años, y de Germán Gozalbo, un sacerdote recién ordenado. Además, se recordó al Beato José Calasanz Marqués, misionero salesiano en Cuba, y a las hermanas uruguayas Dolores y Consuelo Aguiar-Mella Díaz, quienes fueron las primeras beatas de Uruguay.
Estos mártires son un testimonio de serenidad y esperanza cristiana, y su sacrificio es un motivo de aliento y confirmación de la fe para los fieles. Su amor y perdón, incluso en medio de la persecución, son una prueba fehaciente de la realidad del amor cristiano. La Iglesia recuerda a estos mártires junto a todos aquellos que han dado su vida por la fe, tanto conocidos como anónimos, en el pasado y en el presente.