Voy a escribir un libro. O una trilogía, si la trama da para tanto.
Primer volumen: El seminarista despechado. Un joven de 24 años, con sotana en el corazón, al que no dejan ordenarse en la diócesis de Getafe. Lagarto, lagarto.
Segundo volumen: La superiora en entredicho. Una ex–opusina, acusada —sin pruebas, pero con mucha imaginación— de encapricharse del mozalbete.
Tercer volumen: La maquinaria eclesial en acción. Una comunidad rebosante de vocaciones jóvenes, sin miedo a las exigencias, sin azúcar glas ni suavizante pastoral. Y un cardenal cuando menos intrigantuelo.
Entra en escena este cardenal: un hombre que, bajo el paraguas de “acusaciones de abusos” —palabra que casi todos confunden con lo sexual, olvidando que los abusos de poder y de conciencia también existen—, aparta de mala manera a la fundadora. Ironías de la vida: el supuesto justiciero acaba abusando del mismo poder que dice custodiar en nombre de Dios.
Y como buen príncipe de la Iglesia, no da explicaciones. Tal vez porque cree que sus fieles no las merecen. Tal vez porque sospecha que no tienen la formación suficiente para comprenderle. O, quién sabe, porque los motivos reales se deshacen en cuanto se exponen a una mínima crítica.
Mientras tanto, un sector pequeñito de la prensa religiosa —pequeñita pero rancia, progresista pero de manual, de esos que sueñan con una Iglesia reducida a ONG asistencialista— aplaude con entusiasmo las decisiones de un obispo a su medida. Progre, progre. Su vida de oración no la juzgo; su vida pública, inevitablemente, sí.
Ahora díganme ustedes: ¿no merece todo esto, como mínimo, una trilogía a lo Dan Brown? Pero en este caso, sin conspiraciones ficticias: aquí todo es real. Y, lamentablemente, demasiado actual.
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