La reciente decisión del Ayuntamiento de Jumilla (Murcia) —gracias al acuerdo entre PP y Vox— de proteger los espacios públicos frente a celebraciones religiosas ajenas a nuestra tradición ha desatado un ruido mediático que va mucho más allá de lo local. Santiago Abascal ha defendido con firmeza esta medida, recordando que no se trata de un ataque a la fe de nadie, sino de la defensa legítima de nuestra identidad cultural y de la neutralidad de lo público.
Lo verdaderamente llamativo no es la previsible reacción de la izquierda, sino la velocidad con la que parte de la jerarquía eclesial ha salido a censurar esta decisión. ¿Dónde estaba esa rapidez cuando el Gobierno aprobó leyes que pisotean frontalmente la doctrina católica, como el aborto sin restricciones, la eutanasia, la imposición de la ideología de género o programas escolares contrarios a la fe? Ojalá reaccionaran siempre tan rápido y con tanta contundencia cuando se vulneran la moral y los derechos de los católicos.
Es hora de recordarlo: la Iglesia no es solo la jerarquía; la Iglesia somos todos los bautizados. Y un católico no solo puede, sino que DEBE discrepar de decisiones concretas de obispos o conferencias episcopales cuando su conciencia así lo exija, siempre con fidelidad a la doctrina y al Evangelio.
No confundamos obediencia con servilismo político. La historia de la Iglesia está llena de momentos en los que han sido los laicos valientes los que han mantenido viva la fe. En épocas de persecución, corrupción interna o silencios culpables, fueron hombres y mujeres del pueblo quienes plantaron cara y defendieron la verdad. Y hoy, como entonces, puede que la fortaleza de la Iglesia en España dependa en gran medida de esos laicos que, sin complejos, defienden la fe y la cultura que hemos heredado.
Por eso no sorprende que muchos cargos, simpatizantes, afiliados y votantes de Vox sean católicos practicantes. Su apoyo a medidas como la de Jumilla nace del amor a España, a su tradición cristiana y a la verdad. Buscan impedir que el espacio público se convierta en escaparate de costumbres que chocan frontalmente con valores esenciales como la igualdad entre hombre y mujer o la libertad religiosa real.
Frente a los silencios calculados de algunos, hay que decirlo con todas las letras: callar ante las leyes ideológicas del Gobierno mientras se critica con prontitud una medida que protege nuestra identidad es incoherencia, cobardía o ambas cosas. La defensa de la fe exige coraje, no diplomacia tibia.
En definitiva: Abascal no solo no ataca al catolicismo sino que muchos católicos vemos en su postura una defensa legítima del bien común y de nuestra herencia cristiana. Y si la Iglesia es de todos, también lo es el derecho —y el deber— a opinar, votar y actuar en conciencia, incluso si eso incomoda a parte de la jerarquía. Porque la fe no se mantiene viva con silencios, sino con la valentía de quienes no se dejan intimidar.