Con la irrupción del secularismo racionalista —una corriente que desconfía tanto de la evidencia inmediata como de la razón misma— la noción de eternidad se ha ido desdibujando. Desde las cátedras universitarias, esa visión distorsionada ha influido en generaciones enteras, alejándolas de la eternidad revelada por Dios. Quienes no lograron reafirmar su comprensión profunda de lo eterno cayeron, como tantos otros, en la trampa del carpe diem: la búsqueda efímera de un gozo terrenal que nunca cumple sus promesas.
Hoy, en casi todas las expresiones culturales, emerge la nostalgia por aquel paraíso perdido donde la eternidad y la esperanza se daban la mano, sustentadas además en una razón más profunda que la del racionalismo moderno.
Para ilustrar el extravío del pensamiento contemporáneo, vale una anécdota. En pleno desierto del Sahara, un grupo de turistas españoles e italianos se topó con una decena de esqueletos humanos, a apenas cien pasos de un oasis. Sorprendidos, pidieron al guía una explicación. Este les contó que, años atrás, un grupo de filósofos y teólogos alemanes e ingleses se había perdido allí tras morir su guía original. Sedientos, divisaron el oasis, pero uno de ellos, un filósofo inglés, advirtió al grupo gritando: “¡Cuidado, es un espejismo!”. Nadie se atrevió a creer lo que sus ojos veían. Murieron de sed, a solo unos metros del agua. Sus restos, aún en la arena, son testimonio de lo absurdo que resulta negar la evidencia y la verdad.
Ese drama se repite hoy en las vidas de millones que han sucumbido a las ideologías materialistas. Embriagados por el deseo de placer inmediato, no perciben el oasis de la eternidad prometida a quienes viven con una conciencia serena y limpia.
Nietzsche encarnó como pocos esa angustia existencial. En los últimos versos de Así habló Zaratustra escribe que “todo gozo clama por eternidad, por una eternidad profunda, muy profunda”. Al leer sus poemas en alemán se percibe su sensibilidad: un alma que buscaba sinceramente a Dios, hasta enloquecer en el intento. En Al Dios desconocido, Nietzsche revela ese anhelo: desea conocer al Dios que presiente en su interior, a quien quiere servir y amar, aunque siga envuelto en el misterio.
Antes de Cristo, Horacio exhortaba a “vivir el presente”: carpe diem. Siglos más tarde, Wittgenstein concebía la eternidad como un presente perpetuo. Ambas interpretaciones siguen siendo las opciones del hombre moderno: vivir y morir sin esperanza, o hacerlo con ella, sabiendo que la existencia ha sido ofrenda y servicio a Dios.
El poeta alemán Rainer Maria Rilke, por su parte, recordaba que lo pasado continúa actuando en el presente bajo nuevas formas. Y, en la poesía, más que en ningún otro ámbito, el tema de la eternidad reaparece sin cesar como contrapunto esencial a la fugacidad del gozo humano, incluso del más puro y santo. Todo placer terreno, por noble que sea, se desvanece como la neblina ante el primer sol de primavera.
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