Cada año, cuando se acercan los días de Navidad, reaparecen sentimientos encontrados en muchas personas. Mientras unos esperan con ilusión las luces, los encuentros familiares y los villancicos, otros confiesan con sinceridad: «No me gusta la Navidad». Las razones suelen ser comprensibles y profundamente humanas: la ausencia de un ser querido, una ruptura familiar, una enfermedad, la distancia del hogar que fue, o un dolor que el paso del tiempo no ha logrado cerrar.
Vivimos, además, en un mundo marcado por el sufrimiento. Guerras que no cesan, enfrentamientos personales y familiares, soledad, precariedad, enfermedades físicas y mentales… Objetivamente, muchas situaciones son tristes y, en ocasiones, desesperantes. Ante este panorama, algunos se preguntan qué sentido puede tener celebrar la Navidad. Y, sin embargo, precisamente ahí está la clave.
Para los cristianos, la Navidad no es, en su esencia, una fiesta del recuerdo idealizado ni de la nostalgia por lo que ya no es. Tampoco se reduce a una tradición cultural o a un paréntesis emocional para olvidar, durante unos días, los problemas. El sentido último de la Navidad es el nacimiento de Jesucristo, Dios que entra en la historia humana, en medio de la fragilidad, de la pobreza y del dolor.
Jesús no nace en un mundo perfecto, ni en una familia sin dificultades, ni en una sociedad en paz. Nace en un pesebre, lejos de casa, en la precariedad y el rechazo. Nace, podríamos decir, en un mundo muy parecido al nuestro. Y eso lo cambia todo.
Es comprensible que alguien diga: «La Navidad ya no es lo mismo porque me falta un familiar». Yo mismo lo siento así al recordar a mi abuela. Su ausencia pesa especialmente en estos días. Humanamente, duele. La Navidad remueve recuerdos, hace más evidente el vacío, y no tiene sentido negarlo.
El cristianismo nunca desprecia el dolor humano; al contrario, lo asume y lo redime. Pero ahí es donde estamos llamados a elevar la mirada. Porque la fe no borra la nostalgia, pero la transforma. Cuando comprendemos el verdadero sentido de la Navidad, sabemos que nuestros seres queridos no se han perdido en la nada. Sabemos que están con Él, con el protagonista único y verdadero de estos días: Jesucristo. Aquel que nació para vencer al pecado, al dolor y a la muerte.
Celebrar la Navidad no significa fingir que no sufrimos. Significa afirmar, incluso en medio de las lágrimas, que la última palabra no la tiene la tristeza. Que Dios ha entrado en nuestra historia para acompañarnos, para darnos esperanza y para abrirnos las puertas de la vida eterna.
Por eso, aunque el mundo esté herido y nuestras historias personales también lo estén, la Navidad siempre tiene sentido. Porque nos recuerda que no estamos solos, que el sufrimiento no es absurdo y que el amor de Dios se ha hecho carne. Y esa certeza, aun en medio del dolor, es motivo suficiente para seguir celebrando.
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