Hay un juego peligroso en la Iglesia de hoy: se habla de acogida pero se siembra confusión. Se presume de apertura mientras se diluye la doctrina. Y el resultado es devastador: el católico corriente ya no entiende nada.
La pastoral repite que todos son bienvenidos. Y es verdad. La Iglesia, si deja de acoger, deja de ser Iglesia. Pero algo chirría cuando algunos obispos ondean banderas arcoíris como si eso fuera el nuevo catecismo visual para explicar la moral cristiana. ¿Qué pretenden? ¿Transmitir caridad o transmitir otra cosa?
Porque aquí está el enredo: la tendencia homosexual no es pecado. Personas con esa inclinación son tan llamadas a la santidad como cualquier hijo de vecino. Dios no ama a medias ni por categorías afectivas. El problema no está ahí.
El problema es que la bandera que se pasea no representa simplemente a personas con una tendencia; representa una militancia. Representa una ética sexual que, desde la fe, no se puede aplaudir. No es una señal de identidad personal sino de comportamiento. Y ese comportamiento, igual que cualquier otro fuera de la castidad, no puede ser bendecido.
Por eso bendecir parejas del mismo sexo induce a un error monumental: parece que la Iglesia bendice un estilo de vida contrario a su propia enseñanza. No bendice a personas —que siempre pueden recibir la bendición— sino una unión que implica actos que la moral cristiana define como desordenados. Confundir esto es terrible pastoralmente...
Aquí viene la pregunta que nadie se atreve a hacer: ¿a qué juegan algunos católicos, obispos y cardenales cuando mezclan ambas cosas? ¿Por qué se empeñan en borrarle el filo a la doctrina mientras se envuelven en un símbolo político? ¿Es ingenuidad? ¿Miedo? ¿O quizá una manera tímida de tantear su propio terreno interior?
Decimos orgullo. ¿Orgullo de qué? ¿Del comportamiento que defiende la bandera? Eso no puede ser. ¿Orgullo de ser hijo de Dios con una tendencia que no eliges? Eso sí tendría sentido… pero eso no necesita colores, necesita claridad.
No necesitamos una Iglesia con banderas. Necesitamos una Iglesia con verdad y caridad. Con brazos abiertos y columna vertebral firme. Con acogida que no esconda la exigencia. Con pastores que no teman decir que todos caben, pero que no todo vale.
El cristiano homosexual merece eso: una Iglesia que le recuerde que Dios le ama sin fisuras, y que también le llama a la castidad como a cualquier otro. Ni menos dignidad, ni menos verdad. Ni arcoíris para quedar bien, ni silencios para no molestar.
La Iglesia solo es madre cuando ama y enseña. Cuando no escoge entre misericordia o verdad, sino que entrega ambas sin rebajar ninguna. Ese es el camino. Lo demás son gestos vacíos, ruido pastoral y una enorme confusión que no construye a nadie.
Y ya va siendo hora de decirlo...
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