Hay fenómenos que sólo el periodismo moderno puede producir. Por ejemplo, que cuando un gran diario o una televisión decide hablar de la Iglesia Católica, su “experto en religión” sea —inevitablemente— alguien que no acepta buena parte de lo que la Iglesia enseña. Es como si para analizar la medicina llamaran a un homeópata: entretenido, quizá, pero no precisamente fiable.
Basta encender el televisor o leer un suplemento dominical para encontrar el mismo patrón: comentaristas que se presentan como “católicos comprometidos”, pero que dedican su compromiso a reinterpretar, suavizar o contradecir la doctrina que dicen explicar. Son los eternos reformadores de la fe ajena, los que siempre anuncian que “Roma está a punto de dar un paso más”. Lo curioso es que los medios generalistas los tratan como portavoces autorizados del catolicismo.
El resultado es previsible: el público general —ya bastante desorientado en cuestiones de religión— escucha que la Iglesia “está a punto” de ordenar mujeres, de bendecir uniones homosexuales o de reescribir su moral sexual “para adaptarse a los tiempos”. Luego pasa el tiempo, y la Iglesia, en su obstinada costumbre de seguir siendo la Iglesia, no cambia. Entonces llega la decepción, y con ella los titulares de frustración: “El Vaticano frena las reformas esperadas”.
Claro está, el problema no es que el Papa o los obispos “frenen” nada. Es que nunca hubo tales reformas en marcha, salvo en la imaginación de quienes confunden la doctrina con una encuesta de opinión. Pero a fuerza de repetir las mismas ilusiones, muchos terminan creyendo que el catolicismo es un borrador pendiente de aprobación editorial.
Y por si no bastara con los tertulianos de siempre, el ecosistema mediático ha creado otra figura peculiar: los directores y colaboradores de medios autodenominados religiosos, cuya línea editorial está más alineada con la opinión pública dominante que con la enseñanza eclesial. Son portales o revistas que se presentan como “católicos” o “espirituales”, pero en la práctica adoptan el lenguaje, las prioridades y las categorías ideológicas del mundo secular o son repetidores de herejías ancestrales. Y, claro está, para los medios generalistas son una mina de oro: “lo dice un medio católico, no nosotros”.
El resultado es una confusión doble: por un lado, se ofrece al público una versión “domesticada” del catolicismo, donde la fe se presenta como un proyecto político o sentimental; por otro lado, se margina a las voces que realmente explican la enseñanza de la Iglesia desde dentro porque resultan menos rentables o más incómodas. Así, el catolicismo mediático se convierte en una caricatura amable para consumo cultural y no en una fe que interpela y transforma.
El ejemplo más reciente fue el último cónclave. En cuanto se anunció la sede vacante, los grandes medios llenaron tertulias y páginas con los mismos rostros de siempre: comentaristas que, más que explicar la realidad eclesial, proyectaban sobre ella sus propias expectativas ideológicas. Se hablaba de “candidatos progresistas”, de “giros históricos” y de “ventanas de oportunidad” para cambios doctrinales, como si la elección de un Papa fuera una contienda electoral. Cuando la realidad no cumplió esas profecías, la decepción fue proporcional a la ilusión fabricada.
Mientras tanto, los católicos de a pie —los que rezan, educan a sus hijos en la fe y no necesitan titulares para saber en qué creen— siguen asistiendo perplejos al espectáculo de ver cómo se habla de su religión sin fidelidad a lo que realmente enseña. Pero tranquilos: los “expertos” seguirán explicándoles en televisión lo que deberían creer… aunque ellos lo expliquen con más atención puesta en las redacciones mediáticas que en el catecismo.
Y así continuará esta dinámica donde los medios acuden a “católicos” que no representan al catolicismo auténtico mientras los verdaderos creyentes quedan relegados a un papel secundario en una historia escrita por otros. El público seguirá mal informado esperando cambios imposibles en lo inmutable: la verdad.