Mientras Vox propone derogar la ley del aborto y todos los demás partidos —incluido el PP— votan en contra, el silencio de los cristianos se vuelve más elocuente que cualquier discurso.
Nos hemos acostumbrado a convivir con la muerte legalizada. Se llama “derecho”, se viste de “progreso” y se aplaude como conquista. Pero detrás de cada palabra amable hay una vida rota que nadie llorará.
La propuesta de Vox no buscaba criminalizar ni perseguir, sino recordar. Recordar que el aborto deja heridas. Que hay mujeres que lo han vivido con dolor profundo, con culpa, con traumas que se silencian. Lo que planteaba la iniciativa era ofrecer información, acompañamiento, conciencia. Decirles la verdad: que abortar no es una decisión neutra, que también hiere el alma de la madre. No se trata de eliminar el aborto de un plumazo, sino de advertir del daño real que causa, del vacío que deja.
Y no, no es retroceder en los derechos de la mujer. Es avanzar en humanidad. Es progreso en vida, no en muerte. Pero la agenda ideológica lo presenta al revés: llaman “progreso” a matar y “atraso” a defender la vida. Han invertido las palabras y, con ellas, la conciencia.
¿Dónde están los cristianos que deberían estremecerse? ¿Dónde la voz que diga basta? Muchos se han escondido en la prudencia, en el cálculo, en esa falsa madurez que no molesta a nadie. Pero una fe que no molesta, no salva.
Un político cristiano no puede votar a favor de una ley que permite matar. No puede callar. No puede mirar a otro lado. Da igual el partido, el cargo o la encuesta. Si la vida no te importa, la cruz te sobra.
España no necesita más creyentes templados. Necesita corazones que vuelvan a latir, que sientan vergüenza por haber callado tanto tiempo.
Porque mientras el corazón de los políticos se acomoda, el de los inocentes deja de latir.
Y en ese silencio, el cristiano se juega su alma.
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