Un brindis a la santidad y a la esperanza

Un brindis a la santidad y a la esperanza

En la fiesta de la Inmaculada me invitó a comer en su casa una parroquiana de 72 años. Allí fui con un trabajador de la curia y por allí apareció también otra parroquiana de unos 46 años. Menciono sus edades porque, por un lado, no van a leer este artículo... y porque ambas han vivido la época soviética.

Durante la comida, narrando cada una su camino hacia la fe, coincidían curiosamente en que las dos tuvieron pánico en su juventud a la idea de que después de la muerte no hay nada, sino simplemente vacío, cese de la vida y punto final. Esa angustia y sed de eternidad fueron el motor que las empujó a buscar a Dios hasta que, por caminos diversos, llegaron a la Iglesia Católica. Una en Rusia, otra en Kazajstán.

La educación soviética cortaba por lo sano todo deseo de eternidad. La mujer mayor, con voz trémula y entrecortada reconocia que hasta ahora le dolía en el alma que su madre y abuela murieran con esa triste convicción. Pero no nos engañemos: el materialismo de occidente, de modo parecido, nos anula ese deseo a base de sucedáneos, engañabobos, placebos y venenos.

Por la tarde noche, “no sé por qué” (las cosas de Dios) , me acordé de una escena clásica de una comedia soviética llamada (con traducción libre) “La rehén del Cáucaso”. Una graciosa historia en torno a las tradiciones de casamientos en los paises de esa geografía. En una parte muy famosa de la peli, el protagonista llega a un puesto de control y, al ser preguntado por el motivo de su visita, dice que viene a buscar tradiciones locales de narraciones y brindis. A eso, inmediatamente el funcionario saca una botella y convida al extranjero. Este, sorprendido, le dice que no, que tiene “imposibilidad física” para beber. Y el otro, ni corto ni perezoso, le replica que precisamente para casos así hay un brindis especial: “Mi bisabuelo dice: tengo el deseo de comprar una casa, pero no puedo... Puedo comprar una cabra, pero no es ese mi deseo: ¡brindemos para que nuestras posibilidades coincidan con nuestros deseos!”. Obvia decir que al final los dos acaban contentitos tras beberse la botella de 5 litros de vino...

No digo esto por aquello de que la Virgen María nos consiguió el mejor vino de la historia en Caná de Galilea, aunque alguna relación tenga... Y ese relato evangélico no deja de ser un guiño histórico y buena reparación al fruto traicionero que Eva, en mala hora, compartió con Adán. Después de miles de años tomando placebos o incluso venenos, por fin llegó un buen “vino medicinal”.

Con la Virgen María, sobre todo con su Inmaculada Concepción, Dios nos ha lanzado Su “brindis a la santidad y la esperanza”. ¿Y cuál es Su deseo? Nos lo dice San Pablo: “que seamos santos e inmaculados en Su Presencia por el amor”.

Quizás muchos soñamos con la eternidad, pero cuando escuchamos la palabra "santidad" o "ser inmaculados"... pensamos: "uff, eso ya es demasiado". Te propongo pasar del brindis soviético al divino.

Si nos dieran a elegir, como en los concursos de la tele, entre dos opciones, dos “proyectos de vida” que debemos llevar a cabo: o ser inmaculados, o ser ingenieros en física cuántica... seguramente la mayoría diría: "¡Lo segundo, por favor!", pensando que es, de lejos. lo más asequible al ciudadano medio. En cambio la realidad es radicalmente al revés. Y la Inmaculada Concepción es la demostración de ello. Es como si Dios nos estuviera diciendo: “¿No veis que, si me dejáis actuar, es posible?”

Sí, razón tenía santa Teresita cuando se quejaba de que a veces se ha puesto a la Virgen demasiado arriba, alejada de nosotros. María es “una de nosotros”, incluyendo su caracter de inmaculada. Y por eso, es Madre de esperanza.

Recordemos el Calvario. El pobre Juan estaba destrozado. Ante el Maestro Crucificado se le caían todas las espectativas de futuro; observando a los dos ladrones, ya no quería estar ni a la izquierda ni a la derecha del Señor. Cuando intuía que todo se iba a pique, que su fe y esperanzas de estar en un grupo exitoso se veían truncados por el fracaso y la deserción de muchos, y cuando la oscuridad de la noche iba dominando y apagando su apasionado espíritu de hace unos días... Jesús le dió el remedio más sencillo y eficaz para todos esos males: ¡recibe a mi Madre!, ¡sé hijo de mi Madre! Y el joven Juan, siguiendo el único consejo que la Virgen nos dió en Caná, donde el vino... (“Haced lo que Él os diga”), la acogió en su casa desde ese momento.

Y es así, como el discípulo lloroso se transformó en el apóstol capaz de dar consuelo a todas las iglesias que sufren su apocalipsis particular, a todas las almas que, como aquellas dos parroquianas, desean algo más que lo temporal.

Sueño (y sé que es un deseo no sólo posible sino ya real) con un mundo lleno de personas en cuyos corazones, como en casa de Juan, habite ya “algo inmaculado”. Y la noche de este mundo disfrutará de millones de estrellas de santidad que brillen como un brindis a la esperanza. ¿No quieres ser, querido lector, una de ellas?


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