Hay lanzamientos políticos que una contempla con la misma mezcla de fastidio y déjà vu que provoca ver a alguien empeñado en encajar dos piezas que jamás fueron hechas para juntarse. La nueva plataforma de Jóvenes Cristianos Socialistas-PSOE es exactamente eso: otro intento, tan torpe como pretencioso, de disfrazar de armonía lo que en esencia es una contradicción flagrante. Y lo irritante no es que pretendan mezclar cristianismo y socialismo moderno —allá cada cual con sus alquimias— sino que pretendan hacerme creer que semejante mezcla es natural, lógica y hasta “esperanzadora” para los jóvenes. A mí, que todavía mantengo dos dedos de frente y un mínimo de memoria.
Porque, para empezar, sería útil explicar cómo se puede animar al aborto —y hasta celebrarlo como conquista— mientras se afirma que se sigue al Dios que se encarnó en el seno de una mujer. No hace falta ser teóloga para captar el disparate: defender la eliminación de vidas humanas inocentes es incompatible con cualquier noción seria de cristianismo. Y lo es siempre, por más que algunos se empeñen en diluirlo entre palabras como “progreso”, “derechos” o “libertad reproductiva”. Resulta conmovedor ver cómo intentan vestir de Evangelio lo que es, sencillamente, una negación frontal de la dignidad humana. Dicen que el cristianismo debe ser “moderno”, pero lo único realmente moderno aquí parece ser la capacidad de ignorar lo esencial con la cara muy alta.
A esto se añade la promoción, casi entusiasta, de una visión de la sexualidad claramente incompatible con la moral cristiana. Bajo el lenguaje amable de la educación afectivo-sexual inclusiva se esconde una invitación a la promiscuidad, presentada como si fuese una conquista liberadora y no la renuncia progresiva a la dignidad que merecemos como personas. Me maravilla —y no para bien— esa capacidad de convertir la falta de compromiso, de responsabilidad y de virtud en supuestas señales de madurez. Una servidora, por mucho que lo repitan, no logra ver cómo se reconcilia la búsqueda cristiana de la castidad y del dominio de sí con la cultura del “haz lo que quieras y ya veremos”. Y mucho menos cuando quienes la promueven se atreven a insinuar que esta libertad sexual desbordada es lo que Cristo habría querido para nosotras. En fin.
Y como guinda, asistimos al espectáculo de quienes proclaman la defensa de la mujer mientras protagonizan, o encubren, vidas privadas que solo pueden describirse como lamentables. Puteríos. Braguetas abiertas. Socialistas con carnet y carguitos. Qué curioso: la dignidad femenina, tan solemnemente defendida en discursos, desaparece por arte de magia cuando las luces se apagan y entra en escena la doble vida de algunos dirigentes. Una mujer, créanme, no es ingenua: sabemos perfectamente cuándo nos están utilizando como pancarta y cuándo realmente se nos respeta. Y ver a quienes se arrastran por los ambientes más sórdidos erigirse en guardianes de nuestra dignidad provoca, más que indignación, una mezcla de risa amarga y compasión. Menos discursos y más coherencia, señores.
En medio de todo este artificio aparece, cómo no, el comodín de la Doctrina Social de la Iglesia, tan frecuentemente citada como superficialmente conocida. Sí, la Iglesia habla de justicia social, de acompañar al pobre, de dignidad del trabajo, de defensa del débil. Y sí, una parte de eso puede sonar próximo a cierta sensibilidad de izquierdas. Pero también defiende —con igual claridad— la vida desde la concepción, la sacralidad de la familia, la castidad, la libertad de educación, la subsidiariedad frente al intervencionismo estatal, la propiedad privada y la moral objetiva. Que nadie me venga con cuentos: la Doctrina Social es un edificio coherente, no un cajón del que sacar lo que conviene y esconder lo que incomoda. Si se invoca, se acepta entera, no troceada para consumo partidista.
En realidad, todo este proyecto no es más que el intento de fabricar un cristianismo dócil, sentimental, políticamente manipulable. Un cristianismo sin exigencia moral, sin trascendencia, sin verdad, reducido a un conjunto de eslóganes sociales para jóvenes desorientados. Lo que buscan no es formar conciencias, sino moldearlas; no es anunciar el Evangelio, sino sustituirlo por una versión suavizada e irrelevante. Y pretenden, además, que lo aplaudamos.
Pues no. Yo no voy a aplaudir el intento de convertir mi fe en un accesorio político. Como mujer, como católica y como persona con un mínimo de sentido común, no acepto que se secuestre el cristianismo para justificar políticas que contradicen su esencia. No acepto que se manipule a los jóvenes con un discurso dulzón que oculta la mutilación doctrinal que hay detrás. Y no acepto que se pretenda silenciar la verdad con el argumento cansino de que la verdad está “anticuada”.
La conclusión es evidente: cristianismo y socialismo moderno solo encajan si el cristianismo renuncia a sí mismo. Y, curiosamente, siempre es esa renuncia la que se nos exige. Pero algunas seguimos empeñadas en recordar que la fe no se negocia, no se diluye y no se recorta para que encaje en los moldes del poder. Se vive, se defiende y, cuando hace falta, se proclama con claridad.
