El Premio Lolo y la confusión bendecida

El Premio Lolo y la confusión bendecida

El Premio Lolo de periodismo joven se presenta como un reconocimiento a profesionales comprometidos con los valores cristianos, inspirados en la figura del beato Manuel Lozano Garrido. Lolo fue un comunicador que escribió desde el dolor, pero nunca desde la ambigüedad; desde la fe, pero no desde el acomodo. Por eso resulta legítimo preguntarse qué queda hoy de ese espíritu cuando el galardón se concede a perfiles cuya producción periodística no solo no clarifica la doctrina de la Iglesia, sino que contribuye activamente a diluirla.

En 2025, el premio recae en Rubén Cruz, a quien la propia UCIPE y el medio en el que trabaja presentan como redactor jefe de Vida Nueva. La decisión se justifica públicamente por su impulso a la transformación digital, los nuevos formatos y la adaptación del medio al ecosistema comunicativo actual. Todo eso es profesionalmente respetable, pero no responde a la pregunta esencial: ¿dónde encaja aquí el reconocimiento a los valores cristianos que el premio dice defender?

La cuestión no es teórica. Basta leer el artículo publicado el 12 de diciembre de 2025 en Vida Nueva Digital, titulado “Ana y Teresa, pareja bendecida por la Iglesia y ‘en alianza con Dios’”. El texto presenta explícitamente un amor homosexual, descrito con un lenguaje cargado de resonancias teológicas mayores: alianza con Dios, amor que acerca a Cristo, confesión presentada como aval espiritual del vínculo. Lo que no queda claro —y quizá no convenga aclararlo— es si se trata de una alianza meramente espiritual o si incluye también la dimensión carnal, que la Iglesia nunca ha considerado moralmente ordenada. La ambigüedad no es accidental; es el eje del relato.

El mecanismo narrativo es ya conocido. Se construye un testimonio emocional blindado, donde cualquier objeción doctrinal queda desactivada por adelantado. Si alguien ve un problema, no es porque la Iglesia tenga una enseñanza clara sobre moral sexual, sino porque “no le explicaron bien quién es Jesús”. La doctrina queda reducida a un fallo de sensibilidad; la fidelidad, a una falta de misericordia. Así, la enseñanza de la Iglesia no se discute: se desacredita por la vía afectiva.

Que una asociación católica de periodistas premie a quien participa activamente de esta forma de comunicar no es un gesto inocente. Premiar al redactor jefe equivale a señalar una línea editorial como modelo. No se reconoce solo una trayectoria personal, sino un modo concreto de contar la Iglesia, de usar su lenguaje y de estirar sus categorías hasta el límite de la confusión.

Pero lo más grave no es siquiera esto. Lo verdaderamente alarmante es el silencio episcopal. Mientras se utilizan conceptos teológicos mayores para describir realidades que la Iglesia nunca ha considerado moralmente ordenadas, nuestros obispos callan. No matizan, no corrigen, no aclaran. Ese silencio no es prudencia pastoral; es una forma de consentimiento práctico. Y cuando los pastores guardan silencio ante la confusión, la confusión acaba convirtiéndose en norma.

Aquí es donde el nombre de Lolo empieza a resultar incómodo. Porque Lolo no escribió para quedar bien, ni para adaptarse al clima cultural, ni para convertir la fe en un relato emocional imposible de cuestionar. Escribió para ser fiel, incluso cuando esa fidelidad resultaba áspera, minoritaria o poco rentable. Utilizar su figura como sello de legitimidad para un periodismo que evita sistemáticamente la claridad doctrinal no es un homenaje; es una instrumentalización.

La pregunta, por tanto, no es agresiva ni ideológica, sino profundamente católica: ¿el Premio Lolo está reconociendo a periodistas que difunden la fe de la Iglesia, o a profesionales que saben reformularla para que encaje sin fricciones en una agenda cultural concreta? Porque ambas cosas no son lo mismo, y fingir que lo son no es misericordia. Es confusión. Y la confusión, por mucho que se bendiga, nunca ha sido un valor cristiano.

Comentarios
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Candela Pineda
2 dias hace
Un premio que se otorga en nombre de la fe pierde su sentido si quienes lo reciben no defienden la doctrina de la Iglesia. El Premio Lolo parece premiar la ambigüedad y eso confunde el mensaje cristiano. Los obispos deberían actuar para evitar que esto se normalice. La enseñanza de la Iglesia debe ser firme, no una adaptación a modas pasajeras.
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