¿Puede un cristiano apoyar la guerra?

En las últimas semanas, el mundo ha temblado. Donald Trump, con su estilo ya conocido de decisiones unilaterales y espectaculares, ha ordenado bombardeos sobre instalaciones nucleares iraníes en Fordow, Natanz e Isfahán. La noticia cruzó fronteras y ha encendido todas las alarmas: ¿nos encontramos ante el umbral de la Tercera guerra Mundial? Parece que no pero…
Para muchos, la reacción instintiva es apoyar este tipo de acciones: Irán es un régimen teocrático radical, sus líderes han coqueteado con la aniquilación de Israel, han financiado grupos terroristas y su programa nuclear es una amenaza real para la estabilidad del mundo libre. ¿Justificamos pues los bombardeos? La pregunta es legítima. De hecho, yo mismo creo —y comparto con muchos— que el régimen de los ayatolás es profundamente peligroso. Su combinación de ideología religiosa totalitaria, nacionalismo chií y ambiciones tecnológicas lo convierten en una amenaza real, no sólo para Israel o los países del Golfo, sino para Europa y el mundo. En ese contexto, uno podría pensar que un cristiano tiene no sólo derecho, sino incluso deber, de apoyar la respuesta militar.
Pero aquí es donde conviene hacer una pausa. Porque el cristiano, por definición, no es un pragmático armado, sino un discípulo de Cristo, llamado a vivir —incluso en medio de conflictos— según una lógica diferente: la del Evangelio, la de la paz, la de la justicia que no mata.
León XIV ha sido meridianamente claro: “La guerra no resuelve los problemas, los amplifica. Nos arrastra a una vorágine de violencia irreparable. No podemos acostumbrarnos a la guerra.”
En ese tono profético que recuerda a Francisco, y más atrás a Pío XII, León XIV ha recordado que nada se pierde con la paz, pero todo se puede perder con la guerra. ¿Se refiere a Ucrania? ¿A Gaza? ¿A Irán? A todos. Porque su mirada no es geopolítica, sino moral: los pueblos, las familias, las madres y los niños que mueren en cada conflicto no son estadísticas, sino hermanos nuestros.
La doctrina cristiana —y la tradición católica en particular— ha sido siempre muy cauta al respecto. San Agustín y Santo Tomás hablaron de la guerra justa, pero bajo condiciones muy estrictas: que sea el último recurso, que haya proporcionalidad, que se pueda distinguir entre combatientes y civiles, que se persiga un bien concreto y alcanzable. En este caso, ninguna de esas condiciones parece cumplirse claramente.
Además, si aceptamos la lógica de la guerra preventiva, no estamos lejos de legitimar cualquier agresión en nombre de una amenaza hipotética. Es una pendiente resbaladiza que justifica casi cualquier cosa: desde Irak en 2003 hasta los bombardeos actuales.
Apoyar sin más esta escalada militar es abandonar lo que somos. Jesús no dijo: “Felices los que eliminan el mal a cañonazos”, sino “Bienaventurados los que trabajan por la paz”. Eso no significa ingenuidad. La paz no es debilidad. Significa apostar por la vía más difícil: la diplomacia, la presión internacional, la negociación, incluso el sacrificio de ciertos intereses económicos o geoestratégicos por un bien mayor.
No se trata de cerrar los ojos ante la amenaza iraní, sino de abrirlos con más lucidez que los halcones de Washington. ¿De verdad creemos que después de un bombardeo Irán va a renunciar a su programa nuclear? ¿No estaremos, como tantas veces, fabricando más odio, más extremismo, más víctimas?
Apoyar a Trump en este tipo de ofensivas no es un acto de fe ni de valentía. Es, en el mejor de los casos, un acto de desesperación. Y la desesperación no es cristiana.
La verdadera audacia está en la esperanza. En construir una paz duradera, difícil, incierta, pero humana. El cristiano no puede ser un espectador indiferente ni un soldado ciego. Debe ser, como decía Pablo VI, un artesano de la paz.
Y eso empieza por no dejarnos arrastrar por los titulares ni por las bombas, sino por el Evangelio
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