El cardenal Blase Cupich, arzobispo de Chicago, decidió premiar al senador Dick Durbin por su labor en defensa de los inmigrantes. Hasta ahí, todo parecía loable. Pero Durbin había sido un firme defensor del derecho al aborto, una postura que choca frontalmente con la enseñanza de la Iglesia Católica.
Decidió dar un premio de “logro de vida” a Durbin. Sí, el mismo político que ha defendido el aborto durante décadas. ¿En qué momento se le ocurre? Por mucho que sea defensor de los inmigrantes, este gesto es un escándalo a la vista de cualquier católico que respete la coherencia de la fe.
Mientras Cupich se adentra en su “tejido sin costuras” de excusas, otros obispos miran con incredulidad. Paprocki habla de escándalo, Cordileone de confusión y riesgo para la unidad. Ellos recuerdan lo que cualquier enseñanza seria exige: coherencia. Defender la vida no es un menú a la carta donde eliges lo que te gusta y descartas lo que molesta.
El gesto de Cupich divide, debilita, confunde. La Iglesia no puede ser cómplice de mensajes ambiguos disfrazados de buena intención. La defensa de los migrantes no borra la defensa del aborto. Son cosas distintas, y mezclarlas es un error que hace daño a la fe y a la claridad moral.
Que Durbin haya declinado finalmente el premio no salva la situación: el daño ya está hecho. La decisión del cardenal deja al descubierto un problema más profundo: cuando quienes deberían guiar muestran incoherencia, los fieles reciben señales confusas y la autoridad moral se erosiona.
El cardenal, encima, se dolió de la “falta de unidad” tras su decisión de premiar al senador Durbin. ¿Unidad? Si de verdad le importara, no pondría a la Iglesia entre la espada y la pared con declaraciones ambiguas que confunden a los fieles. La unidad no se construye con excusas ni con agendas modernas que camuflan lo que la doctrina enseña claramente.
Si quisiera proteger la unidad, debería actuar como obispo: hablar de Cristo, defender la vida y la enseñanza católica, no hacer equilibrios peligrosos entre agendas políticas y ambigüedades doctrinales. No se trata de ser popular ni de destacar humanitariamente; se trata de ser coherente con la fe que se profesa.
La unidad verdadera se cimienta en la verdad de Cristo, no en atajos diplomáticos ni en modas sociales.
La Iglesia necesita claridad. La Iglesia necesita coherencia. Y los cardenales necesitan recordar que su primera agenda es Cristo, no la agenda del mundo.
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