Quién lo diría: un arzobispo menciona la Constitución —¡sí, la intocable, la sacrosanta, la que ellos mismos manosean cuando les conviene!— y el Gobierno entra en modo niño con rabieta. Luis Argüello, presidente de la Conferencia Episcopal Española, osa decir en voz alta lo que murmura medio país entre cafés y rosarios: que esto está bloqueado, que esto no tira, y que a lo mejor, solo a lo mejor, habría que considerar las salidas legales que contempla la Constitución: elecciones, moción de censura, cuestión de confianza. ¡Herejía democrática!
Y como era de esperar, desde Moncloa se escucha un ulular colectivo como si les hubieran quitado la paga extra: Pedro Sánchez responde desde un mitin —faltaría más, que para eso están los púlpitos socialistas— con el desdén propio de quien cree que la democracia empezó el día que él se hizo secretario general. “¡Los obispos ya no mandan!”, grita el presidente, como si alguien les estuviera pidiendo volver a firmar sentencias. No, Pedro, tranquilo: con que dejes de gobernar a golpe de chantaje parlamentario y sin disimular la compra-venta de la nación, ya respiramos.
Luego viene la carta de don Félix Bolaños, ministro plenipotenciario del régimen y devoto custodio de la sacralidad progresista. Le escribe a Argüello con tono de prefecto del Santo Oficio —pero en plan woke— pidiéndole que se “abstenga” de romper su neutralidad. Vaya, qué curioso: la “neutralidad política” solo se rompe cuando un obispo no recita el catecismo laico de Moncloa. Si bendice la memoria histórica, la ideología de género, o aplaude a Greta Thunberg en versión catequista, entonces es “compromiso evangélico”. Pero si se le ocurre cuestionar el teatrillo político de los pactos oscuros, entonces hay que mandarle una epístola con tono de amenaza burocrática.
Y ahí, en medio del barullo, sale el siempre prudente y eternamente bienpeinado arzobispo de Tarragona, Joan Planellas, a ejercer su papel de capellán institucional del PSOE. No falla. Siempre hay un eclesiástico dispuesto a aplacar las aguas… de los poderosos. Que si la Iglesia no debe hablar en nombre propio, que si prudencia, que si no podemos pedir elecciones. Claro, monseñor, lo importante es no incomodar. Ya saben: prudencia con los poderosos, y firmeza con los fieles que rezan en latín.
A estas alturas, uno ya no sabe si algunos obispos creen más en el Evangelio o en el BOE. Lo que sí está claro es que para ciertos sectores del episcopado, la neutralidad política consiste en no molestar al Gobierno, incluso cuando ese Gobierno está arrasando con la moral natural, la libertad religiosa y la verdad histórica. No es neutralidad, es cobardía revestida de “discernimiento pastoral”.
Pero vamos al meollo: ¿puede un obispo hablar de política? Por supuesto. De hecho, si no habla, ¿para qué está? ¿Para inaugurar centros de espiritualidad mindfulness y bendecir banderas arcoíris? Si un obispo no puede alzar la voz cuando el país está gobernado por pactos inconfesables, por la mentira institucionalizada y por leyes que desprecian la ley natural, entonces que se dedique a coleccionar estampitas.
El problema no es que Argüello haya hablado. El problema es que ha hablado claro, sin pedir perdón, y sin incluir una cita de Amoris Laetitia para quedar bien con Roma. Eso es lo que molesta. Porque en esta Iglesia nuestra, si dices que el aborto es un crimen, te llaman radical. Si criticas la ley trans, eres transfóbico. Y si pides elecciones, ¡ay, hermano!, estás “rompiendo la neutralidad”.
En resumen: Argüello no ha encendido un debate político. Ha levantado una piedra, y debajo han salido todos los que prefieren una Iglesia domesticada, muda y agradecida. Una Iglesia que solo habla cuando hay que promover el reciclaje o pedir perdón por haber existido.
Pero quizás —solo quizás— esta vez no haya sido él quien rompió la neutralidad. Quizás rompió el hechizo del silencio. Y eso, para el poder político y para algunos clérigos adormecidos, es el verdadero sacrilegio.
