No es una curación inexplicable, ni una bilocación, ni una levitación documentada por testigos fidedignos. No. El milagro más grande ocurrido últimamente en Torreciudad es que el obispo de Barbastro, monseñor Ángel Pérez Pueyo, ha dejado caer –como quien no quiere la cosa, pero con toda la carga dramática del caso– que podría dimitir. Y aunque no está canonizado el sarcasmo como virtud teologal, la noticia bien merece una novena de acción de gracias.
Después de años de conflicto sobre la titularidad del santuario de Torreciudad, de declaraciones grandilocuentes, de victimismo reiterado y de bandazos estratégicos, el obispo ha decidido que la mejor manera de celebrar la Natividad de la Virgen María era utilizar el ambón –ese lugar reservado para proclamar el Evangelio– como plataforma de su última batalla personal. Arremetió contra el Opus Dei, acusó al comisario pontificio Alejandro Arellano, y cuestionó sin ambages la autoridad de la Santa Sede. ¿La razón? Que la mediación vaticana que él mismo pidió parece que no le va a dar la razón. Sencillo.
Uno pensaría que un obispo, padre y pastor de su diócesis, buscaría ante todo la paz, la unidad y la obediencia a la Iglesia. Pero no: aquí lo que prima es el relato, el drama, el “yo contra todos” y, por supuesto, el martirio simulado. Para ello, nada mejor que compararse con el anciano Eleazar, aquel que prefirió morir antes que traicionar la ley de sus padres. Una escena bíblica admirable, convertida ahora en un espejismo autoindulgente. Porque no, monseñor, defender su terquedad no es lo mismo que defender la fe. Y montar un pulso con Roma no lo convierte a usted en profeta: lo acerca peligrosamente a la categoría de alborotador.
La incoherencia es tan monumental que cuesta seguirle el hilo. Primero pidió la intervención de la Santa Sede para resolver el litigio sobre Torreciudad. Luego, cuando el comisario pontificio hace su trabajo, resulta que la solución ya no le convence. De pronto todo son advertencias, amenazas de dimisión, insinuaciones de “intrigas mafiosas” en el Vaticano (¡palabra que pone en boca del mismísimo Francisco!) y el típico aroma de conspiración que tanto gusta a quienes necesitan enemigos para sostener su propia narrativa.
Pero lo más lamentable no fue la homilía incendiaria, sino el numerito final: la entrega de imágenes suyas generadas por inteligencia artificial. Sí, ha leído usted bien. En plena fiesta litúrgica, con la catedral llena de fieles por la Virgen María, el obispo decidió que era el momento adecuado para repartir estampas suyas creadas digitalmente. Narcisismo litúrgico de alta resolución. “Más vergüenza aún”, resumió un sacerdote presente. Y no se equivocó.
Resulta difícil imaginar un episodio más grotesco. Sacerdotes veteranos salieron indignados. Los fieles se sintieron utilizados. Y la fractura entre el obispo y parte de su presbiterio es ya imposible de disimular. ¿Quién sale ganando con esta lamentable escenificación? Desde luego, no la Virgen, ni la diócesis, ni la Iglesia. Y no es el Opus Dei quien queda aquí en evidencia, sino el pastor que ha perdido el norte y usa el ambón como estrado político, el conflicto como combustible y la obediencia como moneda de cambio.
Ahora queda esperar la resolución definitiva de Roma. Será el Papa –León XIV, ni más ni menos– quien deba poner orden. Y lo justo, lo verdaderamente justo, sería que monseñor cumpla su amenaza y dimita. No por castigo, sino por misericordia: por él, por su diócesis y por el bien de la Iglesia. Porque hay momentos en que el retiro no es una derrota, sino una bendición.
Y si eso ocurre, entonces sí: podremos hablar de milagro en Torreciudad. Uno auténtico.