En un mundo fracturado por guerras, desigualdades y crisis ecológica, la figura de León XIV se ha convertido en un punto de referencia imprescindible de claridad moral.
Partimos de una convicción sencilla: todo ser humano posee un espíritu dado por Dios, una dignidad inherente y unos derechos que nunca pueden intercambiarse ni arrebatarse. Sobre este fundamento nos situamos, desde esta claridad moral brota todo nuestro trabajo. Determina cómo interpretamos la historia, cómo entendemos la misión de la iglesia y cómo identificamos a quienes responden con responsabilidad a la urgencia de su tiempo.
Este año, esa claridad apunta sin ambigüedades al Papa León XIV, nombrado Newsmaker del Año 2025 por el National Catholic Reporter. Sus primeras decisiones como pontífice no son simples movimientos administrativos; son hitos morales en un mundo que anhela orientación. En medio del auge del autoritarismo, el incremento de la desigualdad, el deterioro ecológico y la inquietante normalización de la violencia, ofrece algo poco frecuente: un pastor y líder que urge a la iglesia a recuperar la dignidad de cada persona, no como una idea abstracta, sino como el núcleo de su testimonio público.
Al reconocerle ahora, asumimos tanto la esperanza que ha encendido como las preguntas difíciles que se niega a eludir. Reconocemos también que su pontificado es todavía reciente: quedan por delante muchos desafíos que le pondrán a prueba y le definirán. Y, sin embargo, podemos afirmar con confianza que los primeros siete meses del Papa León XIV ya han transformado la conversación católica global y han señalado un tipo distinto de liderazgo: humilde, dialogante, arraigado y firme en la conciencia. En un mundo dividido, se ha convertido en una necesaria estrella polar.
La elección de León el 8 de mayo de 2025, uno de los cónclaves más rápidos y decisivos de la historia, llevó al misionero agustino nacido en Chicago Robert Prevost al pontificado en un momento de crisis convergentes: guerras en escalada, grave peligro ecológico y divisiones internas que han dejado espiritualmente exhaustos a muchos católicos. Desde sus primeras palabras públicas, “¡La paz sea con vosotros!”, subrayó su misión central: la reconciliación, no la rivalidad. Esa bendición inicial, sencilla pero deliberada, presentó su pontificado como un ministerio orientado a la paz, enraizado en la verdad del Evangelio más que en juegos diplomáticos.
Desde aquel momento en el balcón, León ha mostrado el temple sereno de un pacificador que calma. Ha pedido un alto el fuego en Gaza y ha insistido en la necesidad de reanudar las negociaciones en Ucrania, repitiendo a menudo una frase que se ha convertido en símbolo de su visión: “La guerra nunca es santa; sólo la paz es santa, porque es la única voluntad de Dios”.
En una época en la que el “realismo” se usa con frecuencia para justificar fracasos morales, León ha resistido esa tentación. Ha dicho a los líderes políticos que poner fin a la guerra es “un deber solemne ante Dios”, un deber por el que un día tendrán que rendir cuentas. Su lenguaje diplomático, centrado en la “reconciliación, la justicia y la verdad”, ha vuelto a orientar la política exterior de la Santa Sede hacia la brújula moral del Evangelio. Está recordando a una audiencia global cansada que la paz no es ingenuidad; es valentía moral.
El corazón pastoral de León no se forjó en despachos europeos, sino en los barrios abrasados por el sol de Perú, donde vivió y sirvió durante décadas. Ese cimiento anima su primer documento magisterial, Dilexi Te (“Te he amado”), una crítica necesaria y contundente a lo que él denomina la “dictadura de la desigualdad”. En él presenta una visión del discipulado cristiano firme en sus prioridades. Sostiene que las naciones deberían medir su valía moral no por el PIB, sino por su cercanía a los pobres. Afirma con claridad: “No podemos amar a Dios si no nos identificamos con los pobres”. En una economía global que fomenta la extracción y oculta el sufrimiento, ese lenguaje aporta una dosis vital de realismo evangélico.
Al elegir el nombre “León”, evoca al Papa León XIII, que denunció las injusticias de la Revolución Industrial. Sin embargo, la preocupación social de León XIV es claramente del siglo XXI: la justicia económica y la supervivencia ecológica están entrelazadas. Advierte de que “Dios nos pedirá cuentas por nuestro trato a la creación”. A las pocas semanas de su elección, anunció su intención de convertir la Ciudad del Vaticano en el primer estado del mundo climáticamente neutro, un gesto audaz de testimonio ético tanto como una política medioambiental. En un momento en que poderosos dirigentes minimizan o niegan la crisis climática, León ha ofrecido un ejemplo cimentado en la integridad: la fe se encuentra con la ciencia, la ciencia se encuentra con la justicia, la justicia se encuentra con la supervivencia. Es claridad moral sobre el medio ambiente, no en eslóganes, sino en acciones.
En el ámbito de la migración, donde la crueldad global se ha normalizado, León ha dado un testimonio igualmente urgente. Apoyándose en su experiencia de acompañamiento a familias desplazadas en América Latina, ha insistido en que los migrantes poseen “derechos espirituales”. Ha presionado a los gobiernos para que permitan la entrada de capellanes en los centros de detención y ha hablado con firmeza contra la manipulación política de las personas vulnerables. En un tiempo en el que las familias migrantes se utilizan como atrezzo, moneda de cambio u objeto de desprecio, la voz de León se alza como un recordatorio necesario: ningún ser humano es ilegal. Cada persona es portadora de una dignidad sagrada. Esta es la claridad moral para nuestra era de fronteras, muros y corazones endurecidos. Si las acciones globales de León acaparan titulares, sus reformas internas pueden tener efectos más duraderos. En lugar de dar marcha atrás en la renovación de Francisco, León la ha profundizado.
Ha convertido la sinodalidad no en un procedimiento, sino en una actitud. La sinodalidad no es un programa ni una campaña, ha dicho, “sino la disposición, a ejemplo de Cristo, a comprender y acompañar”. En esa sola frase redefinió la autocomprensión de la iglesia: no como una fortaleza, sino como una comunidad peregrina, porosa, que escucha y está abierta a la conversión. Ha nombrado a mujeres para cargos de responsabilidad en la Curia romana, ha respaldado la ampliación del espacio pastoral para las personas católicas LGTBI y ha reforzado la integridad financiera mediante su motu proprio Coniuncta Cura (“Responsabilidad compartida”), endureciendo los criterios de inversión ética y reestructurando sistemas de supervisión que necesitaban reforma desde hacía tiempo. Estas decisiones importan porque construyen confianza, y la confianza es el oxígeno moral sin el que la iglesia no puede vivir.
León XIV también ha insistido en que la iglesia debe afrontar con seriedad y valentía las revoluciones digital y de la inteligencia artificial. Ha advertido de que la tecnología sin un fundamento ético puede llevar a “olvidar cómo reconocer y apreciar todo lo que es verdaderamente humano”. En sus primeros discursos a científicos e ingenieros, ha instado a establecer un marco moral internacional enraizado en el valor intrínseco de cada persona. En un mundo que avanza a ciegas hacia el poder de los algoritmos, esta es la voz sobria que los católicos, y la humanidad en su conjunto, necesitan con urgencia.
En muchos aspectos, León se sitúa en continuidad con Francisco: los pobres siguen en el centro, el diálogo sigue siendo esencial y la creación sigue siendo sagrada. Pero su tono es distinto: menos polarizador, menos retórico, menos a la defensiva, más abierto.
Ya ha contribuido a rebajar la fiebre de las guerras culturales. Ha recordado a los católicos de todo el espectro ideológico que “nadie debe imponer sus propias ideas; todos debemos escucharnos unos a otros. Nadie queda excluido; todos estamos llamados a participar. Nadie posee la verdad completa; todos debemos buscarla con humildad y buscarla juntos”. Y ha dejado claro que la unidad no es uniformidad, sino fruto de la escucha paciente, del sufrimiento compartido y del valor colectivo. En sólo siete meses, ha redefinido qué aspecto tiene un liderazgo cristiano auténtico.
En 2025, con democracias tambaleantes, ecosistemas en colapso y poblaciones enteras anestesiadas por la división y la desesperanza, la irrupción del Papa León XIV ha sido el acontecimiento más decisivo en la vida católica y uno de los más esperanzadores en la vida pública global.
Su pontificado sigue en desarrollo. El camino por delante no está claramente trazado, menos aún en tiempos como estos. Pero ya se ha convertido en uno de los pocos líderes que hablan con la autoridad que nace de la humildad, de la experiencia vivida y de una fidelidad inquebrantable a la propia conciencia.
Para el National Catholic Reporter, cuya vocación ha sido siempre ponerse del lado de la verdad frente al poder, eso convierte a León no sólo en una noticia, sino en un signo. Un signo de que una iglesia cansada por los escándalos y la polarización puede todavía recuperar el rumbo. Un signo de que una fe enraizada en la justicia sigue siendo posible. Un signo de que la claridad moral del Evangelio aún puede abrirse paso entre el ruido de un mundo atribulado. Por estas razones, el National Catholic Reporter nombra al Papa León XIV su Newsmaker de 2025. Nos recuerda quiénes somos. Nos recuerda lo que la iglesia puede llegar a ser. Nos recuerda lo que la humanidad debe ser, si quiere sobrevivir: una comunidad que sabe que cada persona lleva en sí la imagen de Dios, y actúa en consecuencia. Una estrella polar para un mundo en turbulencia. Un pastor para una iglesia necesitada de sanación. Un testigo de la conciencia para una época que ha perdido el rumbo. Y, para este momento, un líder digno de nuestra atención, de nuestra esperanza y de nuestro elogio cuidadosamente medido.
