María Calvo: “El amor no es sentir, es un ejercicio de la voluntad”

María Calvo: “El amor no es sentir, es un ejercicio de la voluntad”

Familia, amor y compromiso en una sociedad que corre: María Calvo Charro reflexiona, en exclusiva para Iglesia Noticias, sobre el equilibrio que educa y sostiene

En una sociedad marcada por la inmediatez, la fragilidad de los vínculos y la dificultad para asumir compromisos duraderos, reflexionar sobre el amor, la familia y la educación sentimental se vuelve más necesario que nunca. La maternidad y la paternidad, el sentido del compromiso, la construcción de relaciones sanas o el papel de la familia en la vida de los jóvenes atraviesan hoy un contexto cultural que invita a replantear qué entendemos por libertad, por entrega y por madurez afectiva.

María Calvo Charro es jurista, escritora y profesora universitaria. Autora de libros como La mujer femenina y Padre y madre en la sociedad woke, entre otros, en los aborda cuestiones relacionadas con la familia, la maternidad y la paternidad, la educación y los desafíos culturales que atraviesan hoy las relaciones personales y sociales.

Para comenzar, cuando hablamos de maternidad y paternidad, ¿qué es lo primero que consideras esencial comprender sobre la diferencia y la complementariedad entre hombre y mujer?

Lo primero que considero esencial comprender es que hombre y mujer somos iguales en dignidad, en humanidad, en derechos y en deberes, y que ambos podemos alcanzar los mismos objetivos. Sin embargo, tenemos dos estilos distintos de ver la vida. Existe un estilo femenino y un estilo masculino porque la sexualidad forma parte de nuestro ser: el sexo es constitutivo de la persona. La alteridad sexual existe y hay un dimorfismo sexual que hace que percibamos la realidad de forma diferente.

Por eso, lo que aporta un padre y lo que aporta una madre en la crianza y en la educación de los hijos no es lo mismo. Hace falta un padre y una madre para traer vida al mundo y, del mismo modo, hace falta un padre y una madre para dar continuidad a esa vida. Cuando nace un hijo, esa pequeña criatura llega casi como un pequeño primitivo, como un salvaje que necesita ser humanizado. Y esa humanización se realiza de manera distinta desde el estilo femenino maternal y desde el estilo masculino paternal.

Ninguno de los dos estilos es óptimo por sí solo; se nutren y se enriquecen mutuamente hasta alcanzar el equilibrio. Las madres, por ejemplo, tendemos por biología a proteger más: controlamos dónde están nuestros hijos, qué comen, con quién van. En cambio, el padre suele tender a fortalecer y a lanzar al hijo hacia el mundo exterior. Muchas primeras veces —la bicicleta, nadar sin manguitos, ir a un campamento o usar un cuchillo— suelen estar mediadas por esa distancia paternal que impulsa a salir fuera.

A las madres nos preocupa especialmente el mundo emocional: lo que sienten nuestros hijos, si están tristes o si algo les ha dolido. A los padres, en cambio, les preocupa más que el hijo tenga capacidades para enfrentarse al mundo. Las madres solemos adaptarnos más y ceder con mayor facilidad, mientras que el padre suele ser más firme. Eso es positivo porque ayuda al niño a adquirir autocontrol y empatía y a entender que no es el centro de todo.

También la forma de expresar el amor es distinta. El amor materno suele ser más físico, de abrazos y besos, mientras que el amor del padre se construye más a través de hacer cosas juntos. Los silencios en la relación paterno-filial, especialmente con hijos varones, son normales, aunque para las mujeres a veces se interpreten como falta de amor. Sin caer en estereotipos, estos estilos se complementan y se enriquecen mutuamente, y es precisamente esa complementariedad la que permite alcanzar un equilibrio en la educación y en la crianza. Un equilibrio que surge del encuentro entre dos formas distintas de amar, de cuidar y de preparar a los hijos para la vida.

¿Cómo afecta la cultura de la inmediatez al amor?

Afecta muchísimo, porque el amor se construye con tiempo, paciencia y sin prisas. Vivimos en una cultura de la inmediatez en la que lo queremos todo ya, y eso se traslada también a las relaciones. Cuando llegan las crisis, que siempre llegan, tanto en el noviazgo como en el matrimonio, muchas veces se piensa que deben resolverse rápidamente y que, si no es así, la relación se ha terminado.

Sin embargo, el amor es una auténtica labor de orfebrería. Requiere dar tiempo al otro para conocerse, aceptarse y respetarse, y también para conocerse y aceptarse a uno mismo. Hay crisis que pueden durar mucho tiempo, pero si se afrontan con paciencia y fortaleza, la relación sale más sólida. Siempre utilizo la imagen de una cuerda: cuando se rompe, si cada uno se va por su lado, todo se acaba; pero si se hace un nudo, la cuerda se acorta y se fortalece. El fortalecimiento de una relación exige dedicación y tiempo

El Papa León XIV describe la maternidad y la paternidad como una “maravillosa aventura”. ¿Por qué crees que hoy muchas personas perciben la llegada de un hijo más como un riesgo que como una aventura?

Porque la llegada de un hijo pone nuestros proyectos patas arriba y nos obliga a replantearlo todo. Un hijo descoloca, desbarata planes y exige mucha flexibilidad. Por eso es una aventura cuando llega como lo que realmente es: un don, una sorpresa, un regalo inédito, inesperado y, casi siempre, inoportuno. Inoportuno porque nunca llega en el momento que uno había planeado y siempre interfiere en nuestros esquemas personales, profesionales o vitales.

Sin embargo, hoy se percibe más como un riesgo que como una aventura. Un riesgo a que se cercene la libertad, a que se frene la promoción profesional, a no poder cumplir determinados proyectos personales que uno tenía en la cabeza. Se vive desde una visión muy autorreferencial de la vida, en la que el centro soy yo y mis planes. Cuando alguien ve la maternidad o la paternidad como un riesgo, en realidad está viendo al hijo como un obstáculo para su propio desarrollo, como algo que limita su vida.

En el fondo, eso revela una carencia de amor, una dificultad para amar de verdad. Porque amar implica darse, salir de uno mismo y priorizar al otro. Además, se ha desvirtuado mucho el concepto de amor. Se ha reducido a los sentimientos, cuando en realidad amar no es sentir, sino un ejercicio de la voluntad. Los sentimientos cambian, fluctúan, desaparecen o incluso se vuelven negativos, pero el amor permanece cuando hay una decisión firme de pensar en el otro antes que en uno mismo. Esto se ve claramente en la paternidad y la maternidad. Hay momentos en los que los sentimientos son desbordantes, cuando el hijo es pequeño y provoca ternura. Pero ese hijo crece, llega la preadolescencia y la adolescencia, y los sentimientos pueden cambiar radicalmente. Y, sin embargo, el amor sigue siendo pensar en él, cuidarlo y priorizarlo, independientemente de lo que uno sienta en ese momento.

Por eso la maternidad y la paternidad son una aventura maravillosa, porque nos transforman profundamente. Sacan a la luz virtudes que muchas veces no sabíamos que teníamos, como la paciencia, la generosidad o la capacidad de priorizar lo importante frente a lo urgente. Nos obligan a replantear nuestras prioridades y a descubrir que la vida familiar y la vida de intimidad son más importantes que la vida profesional.

El cansancio, la renuncia a ciertos bienes materiales, el compartir el tiempo, el dinero o incluso el descanso no son una pérdida de libertad, como a veces se interpreta, sino todo lo contrario. Nos liberan del propio egoísmo, de los caprichos, de los impulsos y de la obsesión por uno mismo. Esa es una libertad más plena y es, la libertad de atarse por amor, que es la que realmente hace a las personas más completas, más generosas y, al final, más felices.

¿Qué papel juegan la familia y la educación sentimental en la vida de un adolescente?

La familia lo es todo en la vida de un adolescente. Es el lugar donde los jóvenes aprenden a amar y donde descubren que no son el ombligo del mundo ni el rey del universo, sino una persona más dentro de una comunidad en la que hay que convivir, ceder y aprender a tener en cuenta a los demás. Es importante asumir que no existen familias perfectas. Todas lo son en cierta medida imperfectas, aunque en las redes sociales se proyecte una imagen idílica y falsa de familias siempre felices y sin conflictos. Compararse con esas imágenes es un error, porque cada familia es un mundo y en todas hay dificultades.

Los conflictos existen porque la familia tiene dos características fundamentales. Por un lado, es un espacio intergeneracional, en el que conviven varias generaciones, y eso genera choques: los jóvenes con los mayores, los mayores con los pequeños. Por otro lado, es un espacio intersexual, formado por hombres y mujeres, empezando por el padre y la madre, y esa diferencia en la forma de ver la vida también genera tensiones. Sin embargo, precisamente en ese contexto imperfecto es donde el adolescente puede crecer de manera más sólida.

La familia proporciona algo esencial: identidad. Ayuda al joven a saber de dónde viene, a entender su carácter, a reconocerse en su padre, en su madre o incluso en sus abuelos. Le da también arraigo y sentido de pertenencia, algo fundamental en esta etapa de la vida. Cuando un adolescente siente que forma parte de una familia, que tiene unas raíces y un lugar al que volver, adquiere una gran seguridad interior.

Ese sentimiento de pertenencia es clave. Saber que, pase lo que pase y haga lo que haga, va a ser recibido con los brazos abiertos, querido tal y como es, con sus defectos, imperfecciones e incluso con sus impertinencias, le da una fortaleza enorme. Es, de hecho, el único lugar donde un joven puede experimentar un amor así de incondicional. Esa certeza le permite salir fuera, adentrarse en el mundo exterior y asumir riesgos, porque sabe que siempre tendrá un refugio al que regresar, un espacio de confianza donde será aconsejado y querido.

Ese amor familiar genera autoestima y validación personal. Cuando un joven siente que sus padres lo quieren, aprende a quererse a sí mismo y a confiar en los demás. Por el contrario, cuando un adolescente tiene la sensación de no ser amado por sus padres, duda profundamente de su propio valor y puede llegar a pensar que nadie lo va a querer.

El apego, por tanto, es fundamental, pero debe ser un apego sano. No puede ser un apego que asfixie o paralice. La familia tiene la misión de educar a los hijos para que aprendan a prescindir de los padres, para que puedan volar solos y enfrentarse a un mundo que es complejo y, en muchos aspectos, hostil. Darles herramientas, seguridad y confianza para que puedan salir adelante por sí mismos es una de las tareas más importantes de la educación sentimental dentro de la familia.

¿Cuáles son los errores más frecuentes que cometen las parejas al iniciar una relación?

El error principal que se comete al iniciar una relación es empezarla por las relaciones sexuales. El orden más adecuado es comenzar por un amor de amistad, que es un amor de conocimiento. Para amar al otro es imprescindible conocerlo, y para conocerlo primero hay que conocerse a uno mismo. Es muy difícil empezar una relación sana si uno no se conoce y no se acepta.

Conocerse a uno mismo implica reconocer las propias virtudes, pero también aceptar las carencias, las debilidades y las imperfecciones. Todos tenemos defectos: orgullo, pereza, irascibilidad, vanidad. Aceptarlos no es algo negativo; al contrario, es lo único que permite controlarlos. No se puede controlar aquello que no se reconoce. Cuando uno acepta sus imperfecciones, puede trabajarlas y no dejar que dominen la relación.

Antes de empezar una relación, es importante ser una persona completa, estar contento con uno mismo y no esperar que el otro venga a completarnos, a perfeccionarnos o a hacernos felices. Esa expectativa es utilitarista. No se puede exigir al otro que me haga feliz. Cada persona tiene que ser feliz por sí misma. Por eso la idea de la “media naranja” no tiene sentido. No existen las medias naranjas: una relación sana se da entre dos personas completas. Cuando dos personas se necesitan, se genera una relación de dependencia, y la dependencia no es amor.

Después del amor de amistad viene el compromiso. El compromiso implica decidir libremente compartir la vida con una persona concreta. Esa persona no es la mejor en términos absolutos —siempre habrá alguien más joven, más guapo, más listo o más comprensivo—, pero es única. Y esa unicidad es la base del compromiso. Comprometerse significa exclusividad: cuando se dice “sí” a una persona, se está diciendo “no” al resto del mundo.

El amor real comienza cuando desaparecen los sentimientos intensos. Hay momentos en los que la pareja irrita, en los que no resulta agradable o en los que saca lo peor de sí misma. Es ahí cuando empieza el amor verdadero: cuando uno no huye ni abandona, sino que se queda, sostiene y acompaña. Amar es querer más al otro cuando menos lo merece, porque normalmente es cuando más lo necesita.

Solo después tiene sentido el amor sexual. La sexualidad no es una simple unión de cuerpos, sino la unión de dos intimidades a través del cuerpo. Cuando se empieza por el sexo sin conocimiento, sin intimidad y sin compromiso, la relación se queda en lo puramente carnal, en algo autorreferencial, centrado en el propio placer. Eso acaba generando vacío, insatisfacción y dependencia.

Por eso, cuando alguien dice “te necesito”, muchas veces no está expresando amor, sino dependencia. Es peligroso porque estás necesitando  el cuerpo del otro o la relación sexual, pero no necesariamente estás amando a la persona. Si se amara de verdad, no habría necesidad. Empezar una relación por el tejado y no por los cimientos del autoconocimiento, la amistad y el compromiso conduce a relaciones frágiles y poco profundas.

¿Qué necesitan las parejas para formar relaciones sanas y duraderas?

Necesitan, en primer lugar, conocerse a sí mismos. Eso es fundamental. Es imprescindible ser una persona completa, una persona feliz por sí misma, independiente, capaz de darse al otro desde la plenitud y no desde la carencia. Si uno no está bien consigo mismo, difícilmente podrá construir una relación sana.

Pero, además, es necesario saber qué es el amor y aprender a amar. No se puede identificar el amor con los sentimientos. Amar no significa estar siempre deseando ver al otro ni que todo lo que haga nos guste. Eso no es real. Los sentimientos pasan. El enamoramiento es un estado transitorio, y cuando se basa solo en sentimientos, termina desapareciendo.

Por eso es tan importante que la pareja hable el mismo lenguaje del amor. Amar significa luchar. Luchar por el otro y luchar por hacerle feliz. Amar es olvidarse de uno mismo y poner todos los medios posibles para que el otro crezca, mejore y saque lo mejor de sí. Si el otro es generoso, ayudarle a ser más generoso; si es amable, potenciar aún más esa amabilidad. Y, al mismo tiempo, intentar que los defectos no dominen la relación, que queden reducidos, que no lo ocupen todo.

No se trata de complementar al otro, porque el otro ya es una persona completa. Se trata de amplificar todo lo bueno que tiene y de trabajar juntos para que lo negativo no marque la relación.

¿Por qué algunas relaciones despiertan “lo mejor” de uno mismo y otras “lo peor”?

Cuando una relación es sana, siempre tiene que despertar lo mejor del otro. Siempre. Porque amar significa intentar que el otro sea más feliz y mejor persona, que se amplifique todo lo bueno que tiene. Ese es el sentido del amor.

Ahora bien, incluso en las relaciones sanas, en determinados momentos también puede salir lo peor. Eso sucede en todas las parejas. Existe una gran verdad en ese dicho que afirma que del amor al odio hay un hilo muy fino. Y es así porque en una relación profunda hay un conocimiento total del otro.

Cuando se abre la intimidad, la pareja conoce no solo nuestras virtudes y cualidades positivas, sino también nuestras carencias, debilidades e imperfecciones. Es la persona que mejor nos conoce, incluso más que nuestros propios padres. Por eso, en una relación de pareja uno se vuelve especialmente vulnerable.

Esa vulnerabilidad hace que, si el otro hiere o traiciona, incluso sin intención o de manera inconsciente, el dolor sea enorme. Precisamente porque viene de la persona que más nos conoce y ante la que más nos hemos desnudado emocionalmente. Por eso, sin querer, una relación puede sacar lo peor de uno mismo, simplemente porque el daño puede ser muy profundo.

¿La sobreexposición de los modelos afectivos en redes sociales está creando expectativas irreales que luego destruyen las relaciones reales?

Sí, totalmente. En las redes sociales mostramos únicamente nuestro lado bueno. Como decía Mark Twain, somos como la luna: todos tenemos una cara oscura. Y esa cara oscura no se muestra en redes. Mostramos el viaje maravilloso, la foto con el mar de fondo, las sonrisas, los abrazos y la felicidad aparente.

Pero detrás de esas redes sociales llenas de caras sonrientes hay mucha tristeza, mucha fragmentación y mucho vacío. Tomar esos modelos como referencia es un error enorme, porque no son realidades, sino realidades idealizadas. Son paraísos utópicos en los que no se muestra la parte oculta de la vida.

Por eso amar exige siempre realismo. Idealizar al otro o idealizar la relación conduce inevitablemente a la frustración, porque esa imagen no es verdadera. Amar de verdad implica aceptar la realidad completa, no solo la parte bonita.

¿Por qué a veces la sexualidad se vive como consumo y no como encuentro?

Se vive como consumo porque somos profundamente autorreferenciales. Vivimos en una sociedad hedonista, en la que se confunde el bien con el placer, como si todo lo que genera placer fuera bueno. Y eso no es así. Además, es una sociedad muy utilitarista, en la que se utilizan a las personas para obtener placer o buenas sensaciones.

También vivimos en una sociedad muy emotivista, en la que parece que todo lo que sale del corazón es bueno y todo lo que genera buenas vibraciones es positivo, mientras que todo lo que produce tristeza, dependencia o incomodidad se considera malo. Y eso tampoco es verdad. En una relación auténtica se comparte todo: los momentos buenos y los momentos malos. Se está al lado de la pareja cuando todo va bien, cuando tiene éxito profesional y cuando está feliz, pero también cuando atraviesa una crisis existencial, cuando pierde el trabajo o cuando enferma.

Si una persona es autorreferencial, ninguna pareja podrá satisfacerla. Por eso, el único camino para que la relación sea un encuentro y no un consumo es vaciarse de uno mismo, olvidarse del propio ego. Ese es, en realidad, el único secreto para ser feliz.

¿Por qué crees que la gente tiene miedo al compromiso?

La gente tiene miedo al compromiso porque tiene miedo a amar. Tiene miedo a darse a sí misma, miedo a perder su placer, su tiempo y su supuesta libertad. Muchas personas dicen que prefieren estar solas para tener su tiempo y su libertad.

Pero una libertad sin vínculos, una libertad sin entrega, no es verdadera libertad. Es una forma de esclavitud. Es la esclavitud del yo autorreferencial, de los deseos, de los impulsos, de los instintos, de los caprichos, del consumo o de la promoción profesional. Al final, en nombre de la libertad, se pierde la libertad.

La verdadera libertad está en la generosidad, en darse a uno mismo. No hay mayor libertad que esa.

¿Qué mensaje te gustaría compartir con los jóvenes que hoy buscan construir su identidad, sus relaciones y su futuro en un mundo lleno de incertidumbre?

El primer consejo es caminar despacio y no tener prisa. Como decía Ortega y Gasset, a donde uno tiene que llegar es a sí mismo. Es fundamental conocerse, dedicarse tiempo, formarse, leer y reflexionar.

El segundo consejo es rodearse de buenas compañías. Hay un refrán africano que dice que si quieres llegar rápido, vayas solo, pero si quieres llegar lejos, vayas acompañado. Acompañarse bien, de personas con valores, con formación, que aporten y ayuden a ser mejor.

El tercer consejo es buscar modelos de conducta. Aprendemos por ejemplos. Aunque a veces los discursos de los padres no calen, los hijos observan constantemente lo que hacen. Entre los modelos que nunca fallan están los santos y los héroes. Los santos, a pesar de haber tenido caídas y etapas difíciles, son ejemplos de vida virtuosa. Y los héroes, especialmente los héroes griegos de la Ilíada y la Odisea, también representan modelos de virtudes, junto con los valores cristianos.

Otro consejo fundamental es salir de la zona de confort. Olvidarse de uno mismo, atreverse a lanzarse al mundo. Como decía Virgilio, la fortuna favorece a los intrépidos. Hay que atreverse a establecer relaciones de amistad con muchas personas, incluso con quienes no piensan igual. Acercarse a los demás, y especialmente al sexo opuesto, con asombro, humildad y apertura, sin prejuicios, intentando comprender las distintas realidades.

Y, finalmente, desde una perspectiva cristiana, el consejo fundamental es olvidarse de uno mismo y amar a los demás.

Comentarios
0
Rocío Vázquez
2 horas hace
La visión distorsionada del amor, mediada por la inmediatez y el individualismo, desvirtúa la verdadera esencia de la maternidad y paternidad. Hombres y mujeres tienen roles complementarios que educan al niño en todas sus dimensiones; ¿podremos recuperarlos en medio de una sociedad que ignora estas verdades?
Like Me gusta Citar
Escribir un comentario

Enviar

Publish the Menu module to "offcanvas" position. Here you can publish other modules as well.
Learn More.

Hasta luego